martes, 11 de marzo de 2014

CAPITULO 24


Ya recuperado de la gripe de veinticuatro horas, Pedro estaba de vuelta en el trabajo al día siguiente. Había pasado la semana trabajando en un nuevo caso, pero había alcanzado un momento de calma. Se estiró en su escritorio, su cuello sonando por el movimiento y decidió comprobar el caso del culto para ver si había algo nuevo. También quería aprender más acerca de Lucas.
Escribió la búsqueda en la base de datos y pulsó enter. Se enteró de que los catorce niños habían sido reunidos con sus madres —ninguno de los cuales fueron acusados en el caso. Sabía que haría feliz a Paula. Pensó en volver a casa al mediodía para ver cómo se encontraba, pero se convenció a sí mismo de ello.
No había nada sorprendente sobre Lucas. Lo habían seguido a Amarillo donde hacía trabajo manual. Le había dado la noticia de la muerte de su padre y también fue interrogado en ese momento, pero la entrevista no reveló mucho.
Pedro siguió hojeando el archivo y se topó con una foto de Lucas. Era una foto de cámara oculta de su tiempo en el recinto, y también Paula estaba en la foto, sentada en su rodilla delante de un fogón rústico —con una amplia sonrisa en su rostro. La imagen lo devoró. Tal vez ella realmente era feliz viviendo allí. Claro, ella parecía estar adaptándose bien a quedarse con él, pero al ver la felicidad pura en su cara —bajo un cielo oscuro, lleno de estrellas, sentada con amigos y familiares a su lado—comenzó a darse cuenta que había más de su vida en el recinto de locos de Jorge.
Estudió la imagen más de cerca. Las manos de Lucas descansaban en la cadera de Paula y su rostro estaba cubierto con una estúpida sonrisa idiota. Si este bastardo siquiera puso un dedo en Paula, iba a castrar personalmente al hijo de puta. Consideró como crió Lucas a Paula para obtener más información acerca de su relación, pero decidió proceder con cautela. Lo hacía tan bien, él no quería molestarla. Paula había parecido un poco preocupada y dubitativa para discutir
sobre Lucas, así que al menos por ahora, lo había dejado pasar. Paula estaba a salvo. Eso es todo lo que importaba.
Sabía que no podía mantenerla encerrada en el apartamento, incluso si lo quisiera. Notó que en las semanas en que Paula había estado quedándose con él, aún no salía de la casa, además de sus sesiones de terapia y pasear al perro. Era viernes por la noche, y decidió que esa noche eso iba a cambiar. Si Paula realmente iba a estar viviendo con él, quería hacer todo lo posible para ayudarla a volver a aclimatarse a su nueva vida. El primer paso para ganar algo de su confianza y la independencia era salir de su casa regularmente. Sus paseos para sacar a Renata tres veces al día no contaban, a pesar de que suponía que era un comienzo.
La llevaría a cenar —le daría un descanso de la cocina. Por supuesto que iba a necesitar algo de ropa, aunque sus sudaderas de gran tamaño y camisetas, en ella parecían cómodas.
Mirando hacia arriba desde la pantalla de su ordenador por un crujido a su lado, vio a la agente Catalina Morales arrastrando los pies a través de su cajón del escritorio. Realmente nunca le había prestado mucha atención antes. Rara vez trabajaron juntos, aunque sabía que era buena en su trabajo.
—Pedro Alfonso —lo regañó—. ¿Estabas mirando mi trasero? —Se volvió hacia él, poniendo las manos en sus caderas. Sus ojos se dirigieron a ella. Lo había hecho, pero no por la razón que parecía pensar.
Parecía ser del mismo tamaño que Paula. —¿De qué talla eres?
Su sonrisa juguetona al instante se evaporó. —Nunca se pregunta a una chica su talla. Dios mío, no me extraña que todavía estés solo.
No estaba seguro de cómo conocía ese hecho de él, o exactamente qué, quería decir con la declaración —bueno, en realidad lo sabía— que era insensible. Y él no podía discutir eso. Pero la cosa era, que sabía que Paula lo cambiaba poco a poco. —Tengo que comprar un regalo, y te ves de la talla adecuada. ¿Puedes ayudarme con esto?
—Está bien. —Frunció el ceño—. Talla cuatro pequeña de pantalones. Una pequeña o mediana en la parte superior.
Pedro garabateó la información sobre un trozo de papel y lo metió en el bolsillo.
Cuando Pedro llegó del trabajo, la casa se encontraba extrañamente silenciosa. Dejó las bolsas debajo de la mesa y buscó a Paula. Al no encontrarla a ella o a Renata, se aventuró a salir, sin molestarse en cambiarse la ropa de trabajo. Encontró a Paula, pero en absoluto
como había esperado. Aunque supuso que sabía que no debía esperar nada normal de ella.
Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el césped al lado del hombre de la unidad 4D,Patricio algo u otro. Tenía la cabeza echada hacia atrás y el dulce sonido de su risa caía de sus labios.
¿Qué carajo?
Patricio se apoyaba casualmente en su codo, tirando de una hoja del césped. Pedro no podía oír lo que Patricio decía, pero fuera lo que fuera, estaba seguro que nunca había visto tan despreocupada a Paula o reírse con tal abandono. Algo dentro de él se apretó con celos. Paula era suya. No sabía de dónde había venido ese pensamiento, pero ahí estaba, insistente y posesivo.
La cabeza de Patricio se levantó cuando Pedro se acercó, y la risa de Paula murió en sus labios cuando vio su expresión. Estaba seguro de que parecía a punto de matar a alguien. Pues no sólo alguien —al imbécil del 4D, en particular.
—Tranquilo, hombre FBI. —Patricio se rió entre dientes, enderezando su columna vertebral con la amenaza implícita en la postura de Pedro.
—¿Paula? —Su voz era baja, más áspera de lo que pretendía.
Paula se puso de pie. —¿Pedro?
Cerró sus ojos y respiró hondo, obligándose a calmarse. Paula se acercó con cuidado y le puso una mano en el antebrazo, lo que hizo que se relajara.
—No estabas adentro —le espetó en tono cortante.
—Renata necesitaba ir al baño. —Ella levantó al perro en su cadera, sus ojos llenos de preocupación.
Asintió. —Todo está bien. —Le dio una palmadita en la coronilla a Renata, y frotó el pulgar por la mejilla de Paula. Viéndola reír y mirar a Patricio había desencadenado algo en su interior. —Ve adentro. Tengo una sorpresa para ti esta noche. Las bolsas en el mostrador son para ti. Cámbiate. Vamos a salir.
—¿Afuera? —Se atragantó con la palabra.
Asintió. —Adelante. Estaré arriba en un segundo. —No podía calmar su mente acerca de salir por el momento, primero tenía tratar con Patricio. Olfateaba a Paula como un maldito perro y estaba a punto de enterarse que eso no era correcto
Lo único que sabía sobre Patricio era que tenía veinte años de edad, fue a la universidad de la comunidad local y vivía con su madre, una mujer divorciada de cuarenta y tantos que había venido a Pedro en más de una ocasión.
Una vez que Paula desapareció en el interior, Pedro se volvió hacia Patricio, dando un paso más cerca hasta que estuvieron pecho contra pecho.
La intensa mirada de Pedro penetró a Patricio y él negó con la cabeza lentamente. —Ella está fuera de los límites.
Patricio no vaciló. —Es un poco joven para ti, ¿verdad?
—Eso no es asunto tuyo. Sólo voy a decir esto una vez. Mantente alejado de ella.
Patricio se pasó una mano por la mandíbula cubierta de rastrojos. —Lo que digas hombre, relájate. Sólo hablábamos.
Pedro soltó un bufido y se dirigió hacia el interior. Mierda. Tal vez no debería haber asustado a Patricio. Paula podía tener amigos, después de todo. Pero había algo que no le cayó bien ante la idea de que tenga amigos varones. Sin embargo, sabía que no tenía derecho a estar enojado con Paula. Tendría que trabajar en eso.

CAPITULO 23



El lunes por la mañana llegó demasiado rápido después de pasar un fin de semana agradable con Pedro. Paula bostezó y se alisó el cabello hacia atrás, manteniéndolo en una coleta baja en la nuca. Lo menos que podía hacer para agradecer era ayudar en la casa, por no hablar de si querían comer, la responsabilidad parecía descansar sobre ella. —El café está listo —le gritó a Pedro. Entró en la cocina con el ceño fruncido. —No estoy de humor. Siempre bebía café. Siempre. —¿Qué pasa? —preguntó, dirigiéndose a verlo abrocharse los últimos botones de su camisa de vestir. Le ayudó con los gemelos porque sus dedos siempre trastabillaban—. Aquí. Déjame. —Gracias. —Él sonrió débilmente. —¿Estás enfermo? —preguntó, notando los círculos oscuros bajo sus ojos. —Es sólo un malestar estomacal. Voy a estar bien.
Lo miró fijamente, ya que nunca lo había visto pachucho, y se sentía totalmente inútil. —¿Puedo conseguirte un poco de ginger ale y galletas saladas? Asintió. —Ah, claro. Tal vez eso ayude. —Se puso los mocasines mientras Paula sirvió un vaso de la bebida de color ámbar, burbujeante—. Mi mamá me daba lo mismo. —Ten. —Observó mientras comía las galletas y luego bebió el refresco.
—Mira, estoy bien, Paula. —Se rió, pasándole de nuevo el vaso vacío.
—Está bien —dijo a regañadientes, aceptándolo. Había hecho mucho por ella, lo menos que podía hacer era estar allí para él. Paula se dirigió a la cocina y apagó la máquina de café, sin haber desarrollado un gusto por las cosas, y vio por el rabillo de su ojo mientras Pedro metió su teléfono celular, cartera y las llaves en los bolsillos de sus pantalones. Era un hombre de rutina, eso era muy cierto. Mantuvo todos sus elementos esenciales, además de unas monedas, y un reloj rara vez usado en una pequeña caja de caoba en la mesa de la entrada, y repetía el mismo ritual cada mañana. Paula continuaba inspeccionándolo, apreciando la forma en que se veía vestido con su ropa de trabajo, cuando Pedro de repente se precipitó desde la entrada, pasando por ella cuando él se lanzó por el pasillo.
Pedro... —Lo siguió hacia el baño, pero los sonidos la detuvieron en el umbral. Se quedó con su espalda apoyada contra la pared justo fuera de la puerta del baño, preguntándose si debía ir con él.
Oyó correr el agua y a él haciendo gárgaras. —¿Pedro? —Llamó suavemente a la puerta—. ¿Estás bien?
—Saldré en un minuto —gritó. Su voz era tensa y más áspera de lo habitual, haciendo que el estómago de Paula se anudara con preocupación.
Salió un segundo más tarde, sin lucir peor por el desgaste y continuó hacía a la puerta principal. —Nos vemos esta noche.
—¡Pedro! —Lo enfrentó en la puerta—. ¿Todavía vas a trabajar?
Asintió, haciendo una pausa en la puerta entreabierta. —Sí.
—¡Pero estas enfermo!
—¿Y? Soy un chico grande. Voy a estar bien.
—Tienes gripe, tienes que ir a la cama.
Una expresión de sorpresa cruzó el rostro de Pedro y corrió hacia el baño, maldiciendo entre dientes. Escuchó los signos reveladores de que se enfermaba de nuevo.
Unos minutos más tarde, Paula se dirigió a la habitación de Pedro, negándose a aceptar un no por respuesta, y le ayudó a salir de sus pantalones de vestir, los bolsillos todavía llenos y el cinturón colgando libremente.
—Necesito mi celular. —Lucía adorablemente lindo parado ahí haciendo una mueca en tan sólo sus bóxers cortos negros y camiseta blanca.
Un poco exasperada porque iba a ser un paciente difícil, Paula ancló las manos en sus caderas, dispuesta a hacer lo necesario para obligarlo a ser un paciente obediente. —No hay teléfonos. No hay trabajo. No.
—Sólo voy a enviar un mensaje a Roberto y decirle que hoy me voy a quedar en casa.
Mordió su labio, decidiendo si podía creerle. —Está bien. —Le entregó su teléfono celular y fue a colgar sus pantalones en el armario. Desde el interior del armario, le oyó murmurar para sí mismo que los delincuentes no toman un día libre y él tampoco debería hacerlo.
Volvió a su cama y estaba dispuesta a retirar por la fuerza el teléfono de sus manos, pero como prometió, envió un mensaje rápido, luego dejó el teléfono en la mesita de noche. Se dio la vuelta sobre su lado, abrazó una almohada contra su pecho y cerró sus ojos.
Le apartó el pelo de la frente, buscando la fiebre. Amaba en secreto cómo su cabello se veía la primera vez que se despertó, como un joven libertino que había estado fuera toda la noche provocando problemas, o disfrutando de un revolcón. Presionó la palma de su mano contra su mejilla y sus ojos se abrieron. —Te sientes caliente —susurró.
—Mmm —se quejó.
—¿Crees que puedes no vomitar un poco de agua?
Él asintió.
Paula volvió con un vaso de agua fría y dos calmantes para el dolor, los que puso en la mesita de noche para más tarde una vez que estuviera segura de que hubiera terminado de enfermar. La mirada confusa de Pedro encontró la de ella, observando mientras arreglaba las mantas a su alrededor y se preocupaba por él. Inclinó el vaso de agua a sus labios y él tragó un pequeño sorbo, antes de arrojar su cabeza sobre la almohada de nuevo.
—Gracias —masculló, su voz cruda—. ¿Te acuestas conmigo? —preguntó en voz baja. Nunca había solicitado su presencia antes, nunca actuó como si le importara. Se habían abrazado y acostado juntos muchas veces, pero siempre fue porque ella lo instó. El corazón le latía con fuerza en su pecho al oírle pedir por ella de esa manera. Era sólo porque estaba enfermo. Pero eso no significaba que no se permitiera disfrutar de todo lo mismo.
Apartó las mantas, uniéndose a él en medio de las sábanas donde podía acurrucarse correctamente. Pedro entreabrió un ojo y levantó su brazo, instándola a acercarse.
—Acércate más, tengo frío —susurró.
Su piel estaba caliente al tacto, pero Paula no discutió, envolviendo su brazo alrededor de su pecho y una pierna sobre su cadera mientras envolvía su cuerpo.
Suspiró un sonidito de satisfacción y presionó un beso sobre su cabello. —Gracias, Paula.
Paula se despertó con un intenso calor que irradiaba a su alrededor. Se sacó las mantas de encima, sin aliento. Dios, él ardía. —¿Pedro? —Sacudió sus hombros tratando de despertarlo—. Pedro, despierta.
Abrió un ojo perezosamente y dejó escapar un leve gemido. —Necesito a Paula. —Levantó su mano y luego la dejó caer pesadamente contra el colchón.
—Soy Paula. Siéntate para que puedas tomar algún analgésico.
—No... quiero a Paula —gimió, sus ojos todavía cerrados.
Alcanzó las pastillas, husmeando los labios abiertos de Pedro y las colocó en su lengua, luego acarició sus mejillas y le hizo tomar un sorbo de agua. Lo hizo, apáticamente, antes de caer contra su almohada.
—Paula... —dijo en voz baja una vez más.
Alisó con las manos su pelo. —Shh. Sólo descansa. Estoy aquí. —Le frotó su cuello y sus hombros, encontrándolos tensos incluso mientras dormía.
La esperanza surgió en su pecho. Sentirse necesaria y vital era un sentimiento que extrañaba tanto que trajo lágrimas a sus ojos. Las parpadeó y llevó una palma a la mejilla rugosa de Pedro, deslizando su pulgar de un lado al otro. Sólo te necesita porque está delirando por la fiebre. Hizo caso omiso de la sensación de vacío en su pecho y continuó alisándole el pelo hacia atrás y acariciándolo suavemente, haciendo todo lo posible para calmar a ambos de sus dolores.