martes, 4 de marzo de 2014

CAPITULO 8


Pedro se detuvo en su aparcamiento subterráneo justo cuando la tormenta iluminó el cielo. La grieta de un rayo enojado atravesó la noche, seguido del ruido sordo de un trueno. Había estado lloviendo sin parar todo su viaje a casa, pero la tormenta parecía duplicar su fuerza en cuestión de segundos, láminas de agua cayendo desde el cielo.
Maniobraba en su espacio de estacionamiento cuando una llamada entró en su teléfono, había sido un fin de semana extrañamente silencioso, ni siquiera Carolina lo había llamado. Y a esta hora en la noche del domingo, no sabía quién podría ser. Pescando el teléfono de su consola, noto el código de área de Dallas, pero no reconoció el número.
No podía entenderla al principio, su voz estaba llena de tensión, y era apenas un susurro, pero pronto se dio cuenta que era Paula. Y ella le pedía que volviera. Puso el cambio y aceleró el motor antes de que sus palabras se terminaran de pronunciar.
Manteniendo la línea mientras conducía, quiso bombardearla con preguntas, para saber si había pasado algo, pero se resistió. A pesar de que todo lo que pasó por su mente, había encontrado la calma, diciendo que estaría allí, y piso más el acelerador para volver a ella. Después de finalizar la llamada, dio un puñetazo contra el tablero. Maldita sea, no debería haberla dejado en ese lugar. Pero ¿qué otra opción le quedaba?
Apretó el volante, esperando a que cambiara el semáforo. Tenía que sacarla de esa casa, probablemente alojarla en un hotel para pasar la noche. Eso sería lo correcto, pero sabía con absoluta certeza lo que realmente quería hacer. Quería llevarla a casa con él, donde podía tenerla bajo el mismo techo y asegurarse tranquilamente de que estuviera a salvo.
Cuando Pedro llegó, pulso el timbre de la puerta de entrada trasera. Fue recibido por un hombre mayor, el guardia de noche, seguramente.
—¿Dónde está Paula?
Irrumpió pasando al hombre, siguiendo el sonido de sollozos suaves hacia el fondo de la casa. Se introdujo a una oficina, donde se encontró con una mujer mayor sentada detrás de un escritorio, y Paula echa un ovillo en la silla frente a ella.
—Paula—dijo con voz áspera.
Ella levantó la vista y Pedro casi se tambaleó hacia atrás.
Cristo.
Parecía que alguien había usado su cara como un saco de boxeo. Su labio hinchado y cortado estaba salpicado con sangre y su ojo izquierdo ya se oscurecía con un moretón. Cuando ella lo miró a los ojos, dejó escapar un suave suspiro, aparentemente consolada por su presencia.
—Shh. Estoy aquí.
Él metió sus dedos debajo de su pelo por la parte posterior de su cuello. Entonces volvió su atención a la mujer detrás del mostrador.
—¿Qué demonios ha pasado aquí?
—Tome asiento, ¿señor....?
—Pedro Alfonso.
Se sentó en la silla junto a Paula. Ella se metió en su regazo, enterrando la cara en su cuello mientras sollozos sacudían su cuerpo. Sus brazos, aferrándose con fuerza, enrollados alrededor de Paula cambiándola a una posición más cómoda en su regazo. Una vez que Paula se acomodó, su entrenamiento se hizo presente y comenzó a disparar preguntas al coordinador del centro.
Explicó que habían perdido la luz brevemente por la tormenta, y cuando subieron a comprobar y asegurarse de todo el mundo estaba seguro, encontraron a Paula inconsciente en el piso del baño, donde aparentemente se había desmayado y se había golpeado la cabeza en el lavabo de porcelana mientras caía. Sus dedos se enroscan automáticamente en su cabello, suavizando el golpe que encontró en la parte posterior de su cabeza.
El coordinador parecía despreocupado, como si hubiera tratado estas situaciones muchas veces. Pero Pedro no lo había hecho, y tampoco Paula. Unos ojos vacíos miraban la pared frente a él. La calmó con su mano yendo de arriba y abajo en su espalda, sin saber muy bien qué hacer para consolarla.
La mujer detrás del mostrador miró por encima de sus gafas, la boca torcida en una mueca de desaprobación. Pedro podría decirle a la mujer que en estos momentos se preguntaba exactamente qué tipo de relación compartía con Paula.
Su tono de voz y las preguntas eran profesionales, pero actualmente el cuerpo de Paula envuelto a su alrededor decía que era algo totalmente distinto. Él optó por no identificarse a sí mismo como un agente, y dejó que la mujer pensara lo que quisiera.
Una vez situada en su regazo, la respiración de Paula volvió a la normalidad, y el golpe constante de los latidos de su corazón contra su pecho le dijo que se estaba recuperando. Ella se encontraba bien. Gracias maldito Dios. No entendía por qué su presencia la calmó —no era como si tuviera mucho que ofrecer— pero él no estaba dispuesto a cuestionarla. No cuando ella se hallaba tan frágil.
La mujer levantó una mano.
—Escucha, sé que esto no es el Ritz , pero si quiere quedarse aquí, puede. Si quiere irse, está bien. Todo depende de ella.
Paula levantó la cabeza de su pecho y se encontró con los ojos de Pedro.
—¿Puedes sacarme de aquí?

CAPITULO 7


Una vez fuera, Pedro respiró hondo y pasó las manos por su cara. La fría explosión de aire otoñal llenó sus pulmones, pero no hizo nada para volverlo a sus cabales. Trepó dentro de su camioneta y se aferró al volante hasta que sus nudillos eran blancos, tratando de obligarse a arrancar el motor y conducir lejos de ella.

La cerradura en su puerta hizo poco para calmar sus nervios. Las profundas y roncas voces de sus vecinos masculinos enviaban escalofríos por su espina dorsal. Se acurrucó más en la delgada y áspera manta.
Los sonidos poco familiares y los olores de la casa la dejaron al borde y temblando. El breve interludio con Pedro había ayudado, pero ahora que regresó a la sombría realidad de la pequeña habitación de nuevo, un inminente ataque de pánico palpitaba en su pecho.
Crecer como lo había hecho, escuchando las locas diatribas de Jorge acerca de que el sexo es sucio y enfermo, y que los hombres del mundo están impulsados sólo por su lujuria, la hizo híper-consciente de los sonidos en las habitaciones próximas. Sus voces altas, crudas miradas, y sucias manos. Jorge constantemente le inculcó que los hombres sólo la querrían para una cosa.
La compresión golpeó. Estaba sola. Total y completamente sola. El pánico se deslizó en los bordes de su cerebro, pero lo combatió, manteniendo la oscuridad a raya. A duras penas. Pensó Paula. Si pudo continuar después de perder a su madre, también podría sobrevivir a esto. No tenía otra elección.
Sus músculos temblaban por el esfuerzo de permanecer inmóvil contra el duro catre. Se hizo un ovillo, abrazándose las rodillas, esperando que eso la calmara. Un fuerte golpe contra la pared la hizo saltar. Paula se sentó en la cama mientras el dolor en su pecho se construía. Respiró un lento y tembloroso aliento y dijo una oración en silencio. Trató de no colapsar otra vez, pero antes de que se diera cuenta, ardientes lágrimas corrían libremente por sus mejillas y deseaba que Pedro no se hubiera ido. Las únicas veces que se había sentido segura durante la última semana de este calvario fue cuando se encontraba cerca.
Agarró su tarjeta de la repisa de la ventana y la apretó, aplastándola a su corazón. Deseó ser más fuerte, no romper a llorar tan fácilmente. Pero tras otro fuerte golpe contra la pared, dejó escapar un gimoteo bajo las mantas. Echó un vistazo a la perilla de la puerta, el cerrojo aún vertical, necesitaba reasegurarse de que la puerta seguía cerrada.
No quería dejar la seguridad de su dormitorio —y desearía no tener que hacerlo— si no hubiera sido por su insistente vejiga urgiéndola. Había dos baños en el segundo piso, uno era para las mujeres y otro para los hombres. Había llegado a saber en los últimos días, que los inquilinos utilizaban el que estuviera más cerca, y desde que tuvo la mala fortuna de estar rodeada en ambos lados por inquilinos masculinos, sabía que el denominado baño de mujeres estaba sucio y apestaba a orina. El otro baño, probablemente, no se encontraba mejor.
Agarrando todavía la tarjeta de Pedro, Paula entreabrió la puerta y miró a ambos lados antes de andar de puntillas hacia el cuarto de baño.
Se aseguró de que el asiento del inodoro se hallara limpio antes de orinar. Mientras se lavaba las manos, se sobresaltó ante la pálida chica con aspecto fantasmal que la observaba desde el espejo antes de darse cuenta de que era su propio reflejo.
La bombilla sobre ella parpadeó y luego murió. La oscuridad hizo dar vueltas a su cabeza. Respiró hondo y contuvo el aliento mientras sus manos tantearon ciegamente por delante, buscando la puerta. Odiaba la oscuridad. Siempre lo había hecho. Sus manos seguían agitándose en frente, se rogó a sí misma no entrar en pánico.
Paula se tambaleó sobre sus pies, parpadeando frenéticamente contra la oscuridad. Antes de que supiera lo que ocurría, chocó contra la pared, y sintió un agudo estallido de dolor en la parte posterior de su cráneo mientras se desplomaba en el suelo.