sábado, 22 de marzo de 2014

CAPITULO 50



La sola lágrima rodando por la mejilla de Paula lo mantuvo inmóvil por un momento. —¿Paula? —Dio un paso más cerca, guiándola por el codo hacia el sofá—. Dime que pasó.
Ella cayó al sofá, curvó sus piernas debajo de ella y dejó escapar un profundo suspiro. —Hablé con Carolina hoy.
—Está bien… —se preparó, sin saber lo que venía.
—Me habló de la chica… que murió.
—Oh. —Pedro temía que fuera algo mucho peor, algo que él había mantenido enterrado lejos de todos. Pero incluso mientras su pulso se disparaba, sabía que no podía ser. Porque eso era algo que ni siquiera Carolina sabía. Y esperaba que nunca lo hiciera.
Con voz temblorosa, Paula admitió a Pedro que temía que eso significara que lo que había entre ellos no fuera real.
Nunca había considerado la conexión, pero cuando confrontó la información, el vínculo era evidente. Por supuesto que lo que sentía por Paula estaba en una liga completamente diferente, sus sentimientos por ella mucho más intensos. Cristo, había estado compartiendo su casa con ella por meses ahora.
—¿Eso es todo lo que soy para ti? ¿Alguien para salvar, ya que no pudiste salvar a la última chica? —las lágrimas fluyeron libremente, y se enroscaron en ella, abrazando sus rodillas contra su pecho.
—Paula... eso no es...
—Necesitaba ser salvada una vez, pero ya no… no ahora. Ahora solo necesito… —Hizo una pausa, tomando aliento temblorosamente.
—Dime —él la atrajo más cerca, forzándola a separarse de su posición en el sofá.
—Que me amen. Que me acepten.
El profundo nudo que se había sentado en su pecho se rompió, y soltó una profunda respiración, como si fuera la primera. Su resolución se apartó y tiró a Paula a su pecho. —Shh. Todo va a estar bien. Te lo prometo, eres mucho más para mí que una niña perdida por salvar. Tal vez todo esto fue al principio, pero no ahora. —Era lo máximo que podía darle. No podía prometerle un futuro, o amor eterno y devoción. Su corazón era poco más que un trozo de carne en su pecho. Había sido borrado y destruido en diminutos pedazos demasiadas veces. Y su sucio pequeño secreto, la razón por la que se va todos los domingos, iba a ser la gota final para que ella se alejara. Si declararan su amor el uno al otro, solo haría su eventual caída mucho peor.
Las lágrimas calientes de Paula humedecieron su cuello y devoró su control. Ella dio un suspiro tembloroso en un intento de controlar sus emociones.
—Pedro. Eso no fue tu culpa. Tienes que dejarlo atrás. Superar el miedo de perder a alguien porque no pudiste salvar a esa chica.
Un tímido gesto tiró de sus labios. Odiaba la forma en que ella lo miraba. Como si él fuera el que estaba dañado. —Dios, Paula, debes estar con alguien que te enseñe cómo vivir la vida, no alguien que tiene miedo de vivirla, también.
—Así que vamos a enseñarnos. Vamos a tomar las cosas un día a la vez, estar allí, descubrir nuevas pasiones y sueños juntos. Vamos a abrazamos en la noche cuando los temores intenten reaparecer.
La miró con angustia. Si pudiera darle el mundo, lo haría. Pero no la tendría conforme. No por él. No cuando se merecía mucho más. No creía que alguna vez hubiera dos personas más adecuadas para el otro, pero algo dentro de él se paralizó y no podía decir las palabras. No podía decirle que todo estaría bien, no podía prometerle por siempre. No con todo su equipaje.
Lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas, y Pedro las secó. —No llores. Te tengo. Estoy aquí. —Le acarició la espalda, y ella dejó que las lágrimas viniesen. Pedro continuó frotándole la espalda, murmurando palabras tranquilizadoras, cariñosas, cerca de su oído, y sobre todo, solo abrazándola y dejándola romperse. Estaba seguro de que su caída era más que solo por la información que Carolina había compartido con ella. Había estado esperando que todo la golpeara desde hacía algún tiempo. Y parecía que finalmente pasó. Eventualmente, sus sollozos se convirtieron en pequeños hipos, y Pedro la empujó de la curva de su cuello que había reclamado como suyo.
Se cubrió la cara con las manos. —No me mires. Estoy horrible.
Él se rió y le quitó las manos. —No eres horrible. —Sus ojos estaban hinchados y rojos, su piel manchada—. Necesitas un pañuelo, tal vez, pero nunca podrías ser horrible.
Ella sonrió y juguetonamente le dio un manotazo a sus manos. —Lo siento, soy una chica.
Él se inclinó y la besó en la frente. —Nunca te disculpes por eso, nena. Confía en mí, estoy muy feliz de que eres una chica. —Puso los pulgares por debajo de sus ojos, capturando algo del rímel negro agrupado allí—. Ve a la cama. Voy a conseguir los pañuelos.
Ella asintió y se dirigió por el pasillo.
Pedro se unió a ella en la cama, sus manos con Renata metido bajo un brazo y una caja de Kleenex en la otra. —Entrega especial —sonrió, colocando al sobreexcitado cachorro en la cama. Rápidamente salto sobre Paula y comenzó a lamer su cara.
Paula se rió y puso el cachorro en su pecho, acariciando su espalda. —Gracias.
Pedro colocó las mantas a su alrededor. —Solo descansar un poco, yo voy a encargarme de ordenar la cena. ¿Alguna petición especial?
Ella negó con la cabeza. —Cualquier cosa está bien. Pero no pizza. Oh, y tal vez algún postre.
Él se rió entre dientes. —Cualquier cosa, siempre y cuando no sea pizza e incluya postre. Ya lo tienes. —Apagó las luces y se fue, la pesada sensación una vez más asentándose en su pecho. Viendo la reacción de ella esta noche trajo rotunda claridad a su excursión de domingo; nunca jamás podría decirle acerca de Julieta. La rompería.

CAPITULO 49


Pedro metió los pies en sus zapatos y se dirigió a la cocina. —Tengo que salir por un rato. —Le puso una mano en la cadera y se inclinó para darle un beso.
Los ojos de ella volaron hacia el reloj sobre la cocina. Él sabía que sus citas del domingo se convertían en un punto de discordia en su relación y una fuente de curiosidad ardiente para Paula. Ella abrió la boca, la pregunta justo ahí en su lengua, pero se detuvo. ¿Qué diría él si finalmente tuviera el valor de preguntar? Cerró la boca y asintió. —Está bien.
Salió a los pocos minutos. Estaba cansado de sentir que prácticamente tenía que salir a hurtadillas de su casa en las tardes del domingo. Odiaba el sentimiento de culpa que lo seguía mientras conducía. No le gustaba dejar a Paula. No le gustaba tener que hacer esto. Pero esto era lo que tenía que hacer si quería corregir sus errores del pasado. Y le debía mucho más que esto —que una hora de su tiempo. Y sabía que Paula nunca lo entendería.


Paula obedientemente siguió a Carolina de tienda en tienda, hasta que la espalda le dolía y sus brazos temblaban de llevar todas las bolsas de compras. Terminaron en el bar de Cesar para tomar una copa. Cesar sirvió a cada una copa de vino blanco frío y colocó un tazón de almendras saladas frente a ellas. Paula notó que sus ojos se desviaron hacia Carolina cada pocos minutos, sin importar a quién le servía.
Paula tomó un sorbo de vino. Mmm. Dulces toques de pera y albaricoque fresco se encontraron con su lengua. Su mente vagó por enésima vez en Pedro y sus salidas apresuradas de los domingos. Consideraba preguntar a Carolina al respecto, pero decidió no hacerlo, ya que no estaba segura de poder manejar la información. —¿Puedo preguntarte sobre Pedro? —Paula se mordió el labio, las mariposas tomando vuelo en su interior.
—Por supuesto. —Carolina se encogió de hombros, haciendo estallar una almendra en su boca.
—Un tipo como Pedro... —Ella frunció el ceño luchando por las palabras adecuadas.— ¿Es difícil llegar a conocer? ¿Es cerrado?
—¿Emocionalmente atrofiado? —ofreció Carolina.
Paula exhaló, dejando escapar una pequeña risa entrecortada. —Sí.
Carolina asintió y sonrió débilmente. —Te preocupas por él.
Esa no era una pregunta así que Paula no se molestó en contestar. ¿Era tan obvio?
Carolina contempló el contenido de su copa de vino, girando el tronco con las manos. —Hay algo que quiero decirte.
La sensación de que los próximos minutos iban a cambiar las cosas considerablemente latía bajo en el estómago de Paula.
Carolina confirmó que desde hace varios meses, Pedro confío en ella acerca de sus terrores nocturnos. No quiso hablar de ello durante mucho tiempo, pero Carolina fue implacable después de que comenzó perdiendo peso y con círculos oscuros grabados bajo sus ojos. Había confiado en Carolina sobre un caso donde una chica inocente fue atrapada en el fuego cruzado y acabó recibiendo una bala antes de que pudiera tirar abajo al sospechoso. Carolina lo obligó a ir a un médico, consiguió una prescripción de medicamentos contra la ansiedad y píldoras para dormir que tomó varios meses después de que ella murió. Pero él en realidad nunca trató adecuadamente las cosas, o aceptó que la muerte de ella no fue su culpa.
—¿Pero nunca se involucraron… románticamente?
—No. Literalmente acababan de conocerse. Pedro estaba allí cuando ella murió y se culpó a sí mismo porque no pudo protegerla.
Aturdida en el silencio, Paula asintió. Él la estaba rehabilitando, no porque sintiera algo por ella, sino por su sentimiento de culpa por la muerte de otra chica.
—¿Estás bien? Estás pálida —dijo Carolina.
Las orejas de Paula retumbaron con la repentina avalancha de sangre, pero consiguió asentir. —Estoy bien. Es solo que no lo sabía.
Carolina le palmeó la rodilla. —Me lo imaginaba. —Luego despachó el resto de su vino, y agitó su copa a Cesar por su oferta de otra más—. Mi hermano se está enamorando de ti. Solo que no lo sabe todavía. Sé paciente con él, ¿de acuerdo?
Paula asintió, con la boca seca y el estómago dando saltos mortales. —¿Podemos irnos? —Sabía que Pedro regresaría de lo que fuera que hacía el domingo y ellos necesitaban hablar.
Carolina asintió, dejó una buena propina para Cesar y luego condujo a su casa.
Después de luchar con las bolsas de ropa que ya ni siquiera recordaba haber comprado, Paula cogió a Renata en sus brazos y se salió, no muy lista para enfrentar a Pedro. Cuando volvió a entrar en el apartamento lo encontró en la cocina, hurgando en los menús de comida para llevar. —Oye, no sabía cuándo estarías en casa, así que pensé que me gustaría ordenar esta noche.
Paula soltó a Renata retorciéndose en el suelo y miró a sus pies.
—¿Qué está mal?
Lágrimas calientes y saladas picaban en sus ojos. —Tenemos que hablar.