martes, 4 de marzo de 2014
CAPITULO 7
Una vez fuera, Pedro respiró hondo y pasó las manos por su cara. La fría explosión de aire otoñal llenó sus pulmones, pero no hizo nada para volverlo a sus cabales. Trepó dentro de su camioneta y se aferró al volante hasta que sus nudillos eran blancos, tratando de obligarse a arrancar el motor y conducir lejos de ella.
La cerradura en su puerta hizo poco para calmar sus nervios. Las profundas y roncas voces de sus vecinos masculinos enviaban escalofríos por su espina dorsal. Se acurrucó más en la delgada y áspera manta.
Los sonidos poco familiares y los olores de la casa la dejaron al borde y temblando. El breve interludio con Pedro había ayudado, pero ahora que regresó a la sombría realidad de la pequeña habitación de nuevo, un inminente ataque de pánico palpitaba en su pecho.
Crecer como lo había hecho, escuchando las locas diatribas de Jorge acerca de que el sexo es sucio y enfermo, y que los hombres del mundo están impulsados sólo por su lujuria, la hizo híper-consciente de los sonidos en las habitaciones próximas. Sus voces altas, crudas miradas, y sucias manos. Jorge constantemente le inculcó que los hombres sólo la querrían para una cosa.
La compresión golpeó. Estaba sola. Total y completamente sola. El pánico se deslizó en los bordes de su cerebro, pero lo combatió, manteniendo la oscuridad a raya. A duras penas. Pensó Paula. Si pudo continuar después de perder a su madre, también podría sobrevivir a esto. No tenía otra elección.
Sus músculos temblaban por el esfuerzo de permanecer inmóvil contra el duro catre. Se hizo un ovillo, abrazándose las rodillas, esperando que eso la calmara. Un fuerte golpe contra la pared la hizo saltar. Paula se sentó en la cama mientras el dolor en su pecho se construía. Respiró un lento y tembloroso aliento y dijo una oración en silencio. Trató de no colapsar otra vez, pero antes de que se diera cuenta, ardientes lágrimas corrían libremente por sus mejillas y deseaba que Pedro no se hubiera ido. Las únicas veces que se había sentido segura durante la última semana de este calvario fue cuando se encontraba cerca.
Agarró su tarjeta de la repisa de la ventana y la apretó, aplastándola a su corazón. Deseó ser más fuerte, no romper a llorar tan fácilmente. Pero tras otro fuerte golpe contra la pared, dejó escapar un gimoteo bajo las mantas. Echó un vistazo a la perilla de la puerta, el cerrojo aún vertical, necesitaba reasegurarse de que la puerta seguía cerrada.
No quería dejar la seguridad de su dormitorio —y desearía no tener que hacerlo— si no hubiera sido por su insistente vejiga urgiéndola. Había dos baños en el segundo piso, uno era para las mujeres y otro para los hombres. Había llegado a saber en los últimos días, que los inquilinos utilizaban el que estuviera más cerca, y desde que tuvo la mala fortuna de estar rodeada en ambos lados por inquilinos masculinos, sabía que el denominado baño de mujeres estaba sucio y apestaba a orina. El otro baño, probablemente, no se encontraba mejor.
Agarrando todavía la tarjeta de Pedro, Paula entreabrió la puerta y miró a ambos lados antes de andar de puntillas hacia el cuarto de baño.
Se aseguró de que el asiento del inodoro se hallara limpio antes de orinar. Mientras se lavaba las manos, se sobresaltó ante la pálida chica con aspecto fantasmal que la observaba desde el espejo antes de darse cuenta de que era su propio reflejo.
La bombilla sobre ella parpadeó y luego murió. La oscuridad hizo dar vueltas a su cabeza. Respiró hondo y contuvo el aliento mientras sus manos tantearon ciegamente por delante, buscando la puerta. Odiaba la oscuridad. Siempre lo había hecho. Sus manos seguían agitándose en frente, se rogó a sí misma no entrar en pánico.
Paula se tambaleó sobre sus pies, parpadeando frenéticamente contra la oscuridad. Antes de que supiera lo que ocurría, chocó contra la pared, y sintió un agudo estallido de dolor en la parte posterior de su cráneo mientras se desplomaba en el suelo.
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