lunes, 17 de marzo de 2014

CAPITULO 38





Pedro creía que el yoga debía relajarte, razón por la cual no podía entender por qué Paula había llegado a casa más enojada que un nido de avispas.
Lanzó su tapete de yoga en el closet y luego se retiró a la cocina. Pedro se imaginó que se uniría a él en la sala para contarle todo sobre su día, a hablar emocionadamente como hacía cada vez que vivía una nueva experiencia. Miró su reloj. Hora de la cena… tal vez estaba ansiosa por comenzar a cocinar. Pero no sonaba como si estuviera cocinando, más bien castigaba a la vajilla.
—¿Paula? —Pedro se asomó a la cocina, donde el estruendo de ollas y cacerolas comenzaron a alarmarlo.
—¿Qué? —Se giró rápidamente, sosteniendo un gran cuchillo de cocina.
—Woah. —Levantó las manos—. Sólo quería saber cómo había ido el yoga.
Ella entrecerró los ojos, rehusándose a bajar el cuchillo. —Bien —soltó en un tono cortante.
Él dio un paso atrás. —¿Pasó… um, algo? —Sus cejas se arrugaron con preocupación.
—Nop. —Cortó a un tomate maduro con tanta fuerza que un salpicón de semillas y jugos mancharon la encimera.
—¿Estás segura? —Se atrevió a dar un paso adelante—. ¿Te… divertiste?
Aún estaba vestida para ejercitarse, un par de pantalones ajustados negros que apretaban su trasero de una manera que lo distraía completamente. Dios bendiga a quién inventó los pantalones de yoga. Su camiseta sin mangas blanca estaba algo arrugada, mostrando un línea de su piel desnuda en su cintura y espalda. Imágenes de él acariciando aquel trasero con sus palmas, junto con los recuerdos del sabor de su piel, bailaron a través de su subconsciente.
Dios santo, la deseaba.
Demasiado.
Había intentado evitar estar a solas con ella desde que se había rendido y dado placer. Por más que quisiera repetirlo, no se había atrevido a hacerlo. Durante toda la semana pasada, trabajó hasta tarde, iba al gimnasio después del trabajo, iba al pub de Cesar por una bebida, entonces llegaba a casa y se metía en la cama mientras ella dormía. Claro, eso no había hecho que dejara de enredar su cuerpo alrededor del suyo, soltando un pequeño suspiro de felicidad sobre su pecho, o envolviendo sus brazo alrededor de ella para que pudieran dormir de lado. Ciertamente no tenía vergüenza de tomar lo que necesitaba cuando de afecto físico se hablaba, pero ninguno había hablado sobre su relación, o lo que fuera esa cosa entre ellos.
Dejó caer el cuchillo, dejándolo sonar fuertemente contra la tabla de picar, olvidando su tarea momentáneamente. —¿Divertirme? Hmm, veamos. ¿Fue divertido ver a la chica que trajiste a casa doblar su cuerpo en poses imposibles durante noventa minutos? No. Supongo que no lo fue.
—Paula. —Su tono era seco, ella lo miró a los ojos.
—¿Qué, Pedro? ¿Qué?
Él tragó y examinó el suelo entre ellos acercándose otro paso. —Primero, entrégame el cuchillo. —Su agarre se cerró alrededor de su muñeca y con su mano libre, deslizó el cuchillo lejos de ella, por si acaso. Nunca la había visto tan exaltada. Estaban parados a unos pocos centímetros y Pedro podía sentir el calor irradiando de su cuerpo. Podía oler las dulces notas florales de su champú violando su resolución. Se imaginaba inclinándose y poseyendo su boca con un beso. Quería sentir sus llenos labios separándose para él, aceptándolo, y recordar la forma en que su pequeña lengua se acariciaba contra la suya hizo que sus bolas dolieran. Pero incluso mientras procesaba todo eso, en lo que toma dos pálpitos de corazón, él sabía que no la besaría. En vez de hacerlo, cerró los ojos con fuerza, obligando a su erección a ceder—. Dime qué es lo que realmente te molesta.
Paula bajó la mirada, peleando consigo misma sobre qué decir a continuación. ¿Qué podía decirle al hombre que la hizo sentir que le importaba un minuto y la puso tan furiosa al otro? No quería parecer desagradecida, pero alguien tenía que ceder. Ella necesitaba entender qué era lo que pasaba por su cabeza. Había tenido problemas durante la lección de yoga de esa noche, odiando tener que ver a la instructora con la que se había acostado, mover su flexible cuerpo en todo tipo de posiciones. ¿Por qué la había traído a casa, la había traído aquí a vivir con él en primer lugar? ¿Por qué pasar por todo eso si en realidad no la quería? —Si no me quieres, ¿por qué simplemente no me dejaste donde estaba? —Bajó la mirada, incapaz de mirarlo a los ojos, pero aun así buscando desesperadamente una reacción.
—¿Dejarte allí? ¿Estás loca? Aquél imbécil de Jorge estaba loco. Deberías estar agradeciéndome por sacarte de allí.
—¿Agradecerte por destruir la única familia que conocía? ¿Por traerme aquí donde no puedo hacer nada más que sentarme, preocuparme y reflexionar sobre todo lo que perdí? —Una simple lágrima se deslizó por su mejilla antes de atraparla con el dorso de su mano.
—Tenía que sacarte de allí, y no me arrepiento de haberte traído aquí, tampoco. —Suspiró—. Sé que debe haber cosas… personas, que extrañas.
Ella tragó el nudo de su garganta, un nuevo ataque de emoción cubriéndola. —Estaba así de cerca de lograr entrenar a Camila para que usara su orinal. —Sostuvo sus dedos a un centímetro de distancia. Extrañaba a aquella luchadora niña de dos años con una maraña de rizos rubios—.  Y Cata, el miembro más viejo, era mi única fuente de cordura. Era la única que podía hacer que Jorge entrara un poco en razón. Su pastel de arándanos era mi favorito. Tenía la teoría de que solamente con su pastel podía resolver la mayoría de los problemas del mundo.
Pedro sonrío y tomó su mano. —Recuerdo leer sobre Cata en el archivo del caso. Vive con su hija adulta en Denver ahora.
El corazón de Paula saltó en su pecho. Cata y su hija se habían peleado hace años. La puso feliz saber que se habían reunido. Sabía que todos seguían con sus vidas, y necesitaba hacerlo, también. Pero era tan duro. Odiaba no saber qué vendría para ella y Pedro.
Lo miró desafiante, incitándolo a que dijera algo, cualquier cosa que pudiera explicar lo que sucedía entre ellos, pero él permaneció en silencio, su expresión cansada e insegura.Perdido sin saber qué decirle a Paula para hacerla sentir mejor, Pedro dejó caer su mirada y deslizó una mano por su nuca. —Ve a ducharte. Ordenaré la cena esta noche. —La dejó ir, y Paula se tambaleó, alejándose con piernas temblorosas, por el entrenamiento de yoga o por el deseo intensificándose entre ellos, no lo sabía con seguridad.
Respiró profundamente, intentando calmar sus agotados nervios. Si las cosas se volvían más calientes, él echaría a arder. Buscó por su teléfono móvil y ordenó comida china.
Cuando Pedro fue a la cama esa noche, Renata se encontraba desparramada en el medio. No podía evitar preguntarse si Paula había colocado al perro en la cama para crear una pared física entre ellos. Levantó las sábanas y tiró de la manta hacia él, sin ser generoso de no despertar al perro. Parte de él esperaba que la maldita cosa caminara de vuelta a su caseta en el dormitorio de huéspedes donde normalmente dormía. La bestia era una pequeña aguafiestas.

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