martes, 4 de marzo de 2014

CAPITULO 8


Pedro se detuvo en su aparcamiento subterráneo justo cuando la tormenta iluminó el cielo. La grieta de un rayo enojado atravesó la noche, seguido del ruido sordo de un trueno. Había estado lloviendo sin parar todo su viaje a casa, pero la tormenta parecía duplicar su fuerza en cuestión de segundos, láminas de agua cayendo desde el cielo.
Maniobraba en su espacio de estacionamiento cuando una llamada entró en su teléfono, había sido un fin de semana extrañamente silencioso, ni siquiera Carolina lo había llamado. Y a esta hora en la noche del domingo, no sabía quién podría ser. Pescando el teléfono de su consola, noto el código de área de Dallas, pero no reconoció el número.
No podía entenderla al principio, su voz estaba llena de tensión, y era apenas un susurro, pero pronto se dio cuenta que era Paula. Y ella le pedía que volviera. Puso el cambio y aceleró el motor antes de que sus palabras se terminaran de pronunciar.
Manteniendo la línea mientras conducía, quiso bombardearla con preguntas, para saber si había pasado algo, pero se resistió. A pesar de que todo lo que pasó por su mente, había encontrado la calma, diciendo que estaría allí, y piso más el acelerador para volver a ella. Después de finalizar la llamada, dio un puñetazo contra el tablero. Maldita sea, no debería haberla dejado en ese lugar. Pero ¿qué otra opción le quedaba?
Apretó el volante, esperando a que cambiara el semáforo. Tenía que sacarla de esa casa, probablemente alojarla en un hotel para pasar la noche. Eso sería lo correcto, pero sabía con absoluta certeza lo que realmente quería hacer. Quería llevarla a casa con él, donde podía tenerla bajo el mismo techo y asegurarse tranquilamente de que estuviera a salvo.
Cuando Pedro llegó, pulso el timbre de la puerta de entrada trasera. Fue recibido por un hombre mayor, el guardia de noche, seguramente.
—¿Dónde está Paula?
Irrumpió pasando al hombre, siguiendo el sonido de sollozos suaves hacia el fondo de la casa. Se introdujo a una oficina, donde se encontró con una mujer mayor sentada detrás de un escritorio, y Paula echa un ovillo en la silla frente a ella.
—Paula—dijo con voz áspera.
Ella levantó la vista y Pedro casi se tambaleó hacia atrás.
Cristo.
Parecía que alguien había usado su cara como un saco de boxeo. Su labio hinchado y cortado estaba salpicado con sangre y su ojo izquierdo ya se oscurecía con un moretón. Cuando ella lo miró a los ojos, dejó escapar un suave suspiro, aparentemente consolada por su presencia.
—Shh. Estoy aquí.
Él metió sus dedos debajo de su pelo por la parte posterior de su cuello. Entonces volvió su atención a la mujer detrás del mostrador.
—¿Qué demonios ha pasado aquí?
—Tome asiento, ¿señor....?
—Pedro Alfonso.
Se sentó en la silla junto a Paula. Ella se metió en su regazo, enterrando la cara en su cuello mientras sollozos sacudían su cuerpo. Sus brazos, aferrándose con fuerza, enrollados alrededor de Paula cambiándola a una posición más cómoda en su regazo. Una vez que Paula se acomodó, su entrenamiento se hizo presente y comenzó a disparar preguntas al coordinador del centro.
Explicó que habían perdido la luz brevemente por la tormenta, y cuando subieron a comprobar y asegurarse de todo el mundo estaba seguro, encontraron a Paula inconsciente en el piso del baño, donde aparentemente se había desmayado y se había golpeado la cabeza en el lavabo de porcelana mientras caía. Sus dedos se enroscan automáticamente en su cabello, suavizando el golpe que encontró en la parte posterior de su cabeza.
El coordinador parecía despreocupado, como si hubiera tratado estas situaciones muchas veces. Pero Pedro no lo había hecho, y tampoco Paula. Unos ojos vacíos miraban la pared frente a él. La calmó con su mano yendo de arriba y abajo en su espalda, sin saber muy bien qué hacer para consolarla.
La mujer detrás del mostrador miró por encima de sus gafas, la boca torcida en una mueca de desaprobación. Pedro podría decirle a la mujer que en estos momentos se preguntaba exactamente qué tipo de relación compartía con Paula.
Su tono de voz y las preguntas eran profesionales, pero actualmente el cuerpo de Paula envuelto a su alrededor decía que era algo totalmente distinto. Él optó por no identificarse a sí mismo como un agente, y dejó que la mujer pensara lo que quisiera.
Una vez situada en su regazo, la respiración de Paula volvió a la normalidad, y el golpe constante de los latidos de su corazón contra su pecho le dijo que se estaba recuperando. Ella se encontraba bien. Gracias maldito Dios. No entendía por qué su presencia la calmó —no era como si tuviera mucho que ofrecer— pero él no estaba dispuesto a cuestionarla. No cuando ella se hallaba tan frágil.
La mujer levantó una mano.
—Escucha, sé que esto no es el Ritz , pero si quiere quedarse aquí, puede. Si quiere irse, está bien. Todo depende de ella.
Paula levantó la cabeza de su pecho y se encontró con los ojos de Pedro.
—¿Puedes sacarme de aquí?

CAPITULO 7


Una vez fuera, Pedro respiró hondo y pasó las manos por su cara. La fría explosión de aire otoñal llenó sus pulmones, pero no hizo nada para volverlo a sus cabales. Trepó dentro de su camioneta y se aferró al volante hasta que sus nudillos eran blancos, tratando de obligarse a arrancar el motor y conducir lejos de ella.

La cerradura en su puerta hizo poco para calmar sus nervios. Las profundas y roncas voces de sus vecinos masculinos enviaban escalofríos por su espina dorsal. Se acurrucó más en la delgada y áspera manta.
Los sonidos poco familiares y los olores de la casa la dejaron al borde y temblando. El breve interludio con Pedro había ayudado, pero ahora que regresó a la sombría realidad de la pequeña habitación de nuevo, un inminente ataque de pánico palpitaba en su pecho.
Crecer como lo había hecho, escuchando las locas diatribas de Jorge acerca de que el sexo es sucio y enfermo, y que los hombres del mundo están impulsados sólo por su lujuria, la hizo híper-consciente de los sonidos en las habitaciones próximas. Sus voces altas, crudas miradas, y sucias manos. Jorge constantemente le inculcó que los hombres sólo la querrían para una cosa.
La compresión golpeó. Estaba sola. Total y completamente sola. El pánico se deslizó en los bordes de su cerebro, pero lo combatió, manteniendo la oscuridad a raya. A duras penas. Pensó Paula. Si pudo continuar después de perder a su madre, también podría sobrevivir a esto. No tenía otra elección.
Sus músculos temblaban por el esfuerzo de permanecer inmóvil contra el duro catre. Se hizo un ovillo, abrazándose las rodillas, esperando que eso la calmara. Un fuerte golpe contra la pared la hizo saltar. Paula se sentó en la cama mientras el dolor en su pecho se construía. Respiró un lento y tembloroso aliento y dijo una oración en silencio. Trató de no colapsar otra vez, pero antes de que se diera cuenta, ardientes lágrimas corrían libremente por sus mejillas y deseaba que Pedro no se hubiera ido. Las únicas veces que se había sentido segura durante la última semana de este calvario fue cuando se encontraba cerca.
Agarró su tarjeta de la repisa de la ventana y la apretó, aplastándola a su corazón. Deseó ser más fuerte, no romper a llorar tan fácilmente. Pero tras otro fuerte golpe contra la pared, dejó escapar un gimoteo bajo las mantas. Echó un vistazo a la perilla de la puerta, el cerrojo aún vertical, necesitaba reasegurarse de que la puerta seguía cerrada.
No quería dejar la seguridad de su dormitorio —y desearía no tener que hacerlo— si no hubiera sido por su insistente vejiga urgiéndola. Había dos baños en el segundo piso, uno era para las mujeres y otro para los hombres. Había llegado a saber en los últimos días, que los inquilinos utilizaban el que estuviera más cerca, y desde que tuvo la mala fortuna de estar rodeada en ambos lados por inquilinos masculinos, sabía que el denominado baño de mujeres estaba sucio y apestaba a orina. El otro baño, probablemente, no se encontraba mejor.
Agarrando todavía la tarjeta de Pedro, Paula entreabrió la puerta y miró a ambos lados antes de andar de puntillas hacia el cuarto de baño.
Se aseguró de que el asiento del inodoro se hallara limpio antes de orinar. Mientras se lavaba las manos, se sobresaltó ante la pálida chica con aspecto fantasmal que la observaba desde el espejo antes de darse cuenta de que era su propio reflejo.
La bombilla sobre ella parpadeó y luego murió. La oscuridad hizo dar vueltas a su cabeza. Respiró hondo y contuvo el aliento mientras sus manos tantearon ciegamente por delante, buscando la puerta. Odiaba la oscuridad. Siempre lo había hecho. Sus manos seguían agitándose en frente, se rogó a sí misma no entrar en pánico.
Paula se tambaleó sobre sus pies, parpadeando frenéticamente contra la oscuridad. Antes de que supiera lo que ocurría, chocó contra la pared, y sintió un agudo estallido de dolor en la parte posterior de su cráneo mientras se desplomaba en el suelo.

lunes, 3 de marzo de 2014

CAPITULO 6



Sobre las humeantes tazas de café en una cafetería cercana, Pedro intentó una pequeña charla, pero principalmente se sentaron en un cómodo silencio. Paula parecía distraída y sombría. Se preguntó si contaba los minutos hasta que tuviera que regresar a esa casa, y temiéndolo tanto como él lo hacía. —¿Tienes alguna familia con la que puedas quedarte? —preguntó finalmente.
Una profunda mirada abrasadora comunicó su necesidad. Las peores suposiciones de Pedro se habían demostrado correctas… estaba completamente sola. Tragó saliva y negó con la cabeza. —Mi madre murió cuando yo tenía quince años, y nunca conocí a mi padre. Supongo que podría encontrar a alguna de las mujeres del grupo de Jorge, pero no sé...
—¿Tienes hambre? ¿Has comido? Podríamos pedir algo. —Pedro no podía dejar de acribillarla con preguntas.
Mantuvo la mirada abatida y sacudió la cabeza. —Estoy bien. —Paula se sentó en silencio en su asiento, sus delgados dedos enrollados con fuerza alrededor de la taza de café.
Pedro deseaba que hubiese algo más que pudiera hacer por Paula. No estaba seguro de qué decir, cómo ayudar, así que se sentó silenciosamente frente a ella sorbiendo su café.
Para el momento en que llegaron a la casa de nuevo, la oscuridad había cubierto el cielo. Pedro se estacionó, apagando el motor. —Te acompaño.
La casa en sí era grande, pero mal cuidada. El mobiliario era viejo y desigual, la alfombra beige manchada y raída. Pedro no vio mucho del primer piso, además de una sucia sala de estar, antes de que lo llevara arriba. Había varias puertas cerradas a lo largo del pasillo. Paula se detuvo en la segunda puerta a la derecha. Buscó la llave entre sus dedos, haciéndola sonar contra la puerta de madera. Después de tres intentos fallidos para abrirla, Pedro las sacó de su temblorosa mano, y hábilmente abrió la puerta.
Lo primero que notó fue el olor —la habitación olía a calcetines de gimnasia mojados. Paula encendió la luz y dio varios pasos en la habitación. Un estrecho catre en el suelo y una silla en la esquina con extraviados artículos de vestir eran los únicos muebles.
Mierda. No podía dejarla aquí, ¿verdad?
Paula dio un paso más cerca, envolviendo los brazos alrededor de la cintura y metiendo la cabeza bajo su barbilla. —Gracias —susurró.
Su entusiasmo por el contacto físico lo sorprendió, pero sólo dudó un momento antes de envolver sus brazos a su alrededor. Pedro palmeó su espalda, odiando que sus intentos por tranquilizarla fueran torpes e incómodos. Nunca había sido bueno en esta clase de cosas: las emociones, la mierda sentimental. Tal vez su presencia sería suficiente para calmarla. Y aunque no sabía cómo demostrarlo, se sentía protector. No iba a permitir que nadie le hiciera daño. Si alguien siquiera la miraba de manera incorrecta, Pedro patearía su trasero. La sostuvo durante varios minutos hasta que los latidos de su corazón se redujeron a la normalidad, y se salió de sus brazos.
Sus ojos destellaron entre sí a los sonidos de una discusión en la habitación de al lado. Voces enojadas llegaban a través de las delgadas paredes. Otra discusión. Pedro y Paula se miraron.
—¿Segura de que estarás bien?
Asintió, con expresión solemne.
—Aquí está mi tarjeta. —Sacó la tarjeta de su billetera y la puso en su temblorosa mano—. Llámame si necesitas algo.
Paula se quedó callada, mirando a la tarjeta, pasando su pulgar por las letras en relieve.
—Cierre la puerta cuando salga, ¿de acuerdo?
Asintió con fuerza, succionando su labio inferior en su boca, como si hubiera algo más que quería decir, pero se detuvo.
Pedro salió de mala gana. Sabía que se hacía tarde, y por mucho que le dolía dejarla, no podía posponerlo más. Estaba seguro de que cruzaba una especie de línea profesional, incluso estando aquí. Esperó fuera de la puerta hasta que escuchó el pestillo deslizándose en su lugar, el sonido no tan tranquilizador como hubiera deseado.

CAPITULO 5



La áspera voz masculina sabía su nombre. Se tropezó al detenerse y se atrevió a dar un vistazo en su dirección. Se encontró con la preocupada mirada del agente del FBI que la había rescatado después de que el recinto fue allanado. Era alto, de hombros anchos y con el pelo oscuro, un rastrojo espolvoreaba su mandíbula y sus oscuros ojos estaban fijos en ella. Se aventuró un paso más cerca de la camioneta. No sabía su nombre, o lo que pretendía, pero algo en su oscura mirada se apoderó de lo más profundo de ella, y supo instintivamente que podía confiar en él. Al menos esperaba que pudiera. No le había hecho daño esa noche. Su contacto había sido fuerte, pero amable. Convocando su coraje, se volvió para enfrentarlo.

Pedro no podía creer su suerte, había divisado, literalmente, a Paula de camino a la casa de seguridad.
Tenía el rostro surcado de lágrimas y sus ojos salvajes. Mierda, parecía asustada. ¿Alguien le había hecho algo? La idea lo enloqueció.
—¿Paula? —repitió
Sin esperar a que respondiera, Pedro cambió la marcha para aparcar y bajó de un salto, cruzando la parte delantera de la camioneta se detuvo frente a ella.
Le levantó la barbilla, inspeccionando su cara y cuello por marcas, y la agarró por los brazos girándola en un círculo, mirándola por completo. Parecía ilesa, así que no entendía por qué lloraba. —¿Qué pasó?
Tragó saliva y bajó la mirada hacia la acera entre sus pies.
—Hola. —Le rozó la mano con la suya—. Me recuerdas, ¿verdad?
Lo miró a los ojos y le dio un vacilante asentimiento. —¿Cómo te llamas? —Preguntó, con un tirón nervioso en su voz.
—Pedro Alfonso —Le ofreció la mano, y ella deslizó sus delicados dedos en su palma.
—Pedro —repitió en apenas un susurro.
—Puedes llamarme Pedro.  O Peter o Pepe. Ya sabes, lo que sea...
Sonrió, más con los ojos que con la boca. Su balbuceo al parecer había anotado algunos puntos.
—Ahora dime lo que está mal —presioné. No pretendía que saliera como una orden, pero necesitaba saber qué le había pasado, dejando los modales de un lado.
—Fui a dar un paseo y me perdí —dijo simplemente.
Pedro casi se hundió de alivio. Gracias. Eso podía arreglarlo. Dios, si algo le hubiera sucedido, no creía que pudiera haberlo manejado. No con la preocupación que había estado revolviéndole las entrañas los últimos días. —Vamos, puedo llevarte de vuelta. —Se dio vuelta hacia el lado del conductor de nuevo, pero Paula se quedó clavada en la acera. Regresó al lugar donde estaba y le habló en voz baja—. Puedes confiar en mí, ¿está bien?
Sus ojos destellaron hacia los suyos. Había olvidado lo verdes que eran. Entrecerró los ojos y parpadeó varias veces, como si estuviera decidiendo. Fue lindo. Sin decir una palabra, Paula abrió la puerta del pasajero y se metió adentro.
La piel de Pedro hormigueaba, híper-consciente de lo cerca que se encontraba. Llevaba un holgado par de pantalones vaqueros, rotos en una rodilla y una camiseta térmica de manga larga, pero el mal ajustado atuendo no hacía nada para atenuar el deseo que sentía. Agarró más fuerte el volante, sus manos picando por doblar su cuerpo contra el suyo. Mierda, su libido estaba fuera de control cuando se trataba de esta chica Tal vez realmente necesitaba unas vacaciones. En algún lugar con arena y un montón de mujeres en bikini. En algún lugar bien lejos de Paula.
Ninguno habló durante el corto viaje de regreso a la casa de transición. Pedro se detuvo frente a la casa color gris claro de dos pisos con la pintura desprendiéndose. Tanto su atención como la de Paula fueron capturadas por un grupo de chicos sentados en el amplio porche frontal, discutiendo ruidosamente.
Paula jugueteó nerviosamente con la manija de la puerta, pero no hizo ningún movimiento para salir del coche.
—Escucha, no tengo que traerte de vuelta enseguida... podríamos tomar una taza de café.
El alivio bañó su rostro. —Sí.
No había manera de que fuera a mandarla de vuelta dentro de esa casa por el momento.

domingo, 2 de marzo de 2014

CAPITULO 4



Pedro pasó los dos primeros días de sus vacaciones al igual que pasó cada fin de semana: durmió, fue al gimnasio, agarró un poco de comida para llevar y se quedó en el sofá con una cerveza y cambiar sin rumbo a través de los canales de TV. Pero para el momento en que la mañana del lunes se llevó a cabo, estaba harto. No había manera de que él sobreviviera una semana más de esta mierda. Ya estaba aburrido de su mente, y era el primer día de sus forzadas-vacaciones. Maldita sea Roberto.
Pensamientos de Paula continuaron ocupando su mente, se preguntó dónde se encontraba y si estaba bien. Después de su tercera taza de café, se puso nervioso y caminaba de lado a lado. Maldita sea, estaría arrastrando las paredes de su apartamento al mediodía si no salía y hacía algo.
Pedro tomó una decisión rápida, sabiendo que no sería capaz de dejar que los pensamientos de Paula se fueran. No hasta que supiera que se encontraba bien. Era simple curiosidad, nada más. Además, tenía que hacer algo para ocupar su tiempo. A ganar todo. Haría una simple vigilancia, no era gran cosa. Después de una rápida llamada a otro agente en la mañana, tenía una buena idea de donde se la habían llevado.
La casa de seguridad.
La llevaron a la única instalación cercana con una apertura de una promoción de viviendas de transición en el lado sombreado de la ciudad.
Algo en ello no le sentó bien. Ella era demasiado inocente y bonita estar en un lugar como ese.
Fue a la casa, suponiendo que todavía se hallaba allí. Dado que el archivo no había mencionado ninguna otra familia, a la que la hubieran asignado. Una vez que la viera con sus propios ojos, y confirmara que estaba a salvo y bien, lo dejaría pasar.


El otoño era la estación del año favorita de Paula. El brutal calor del verano de Texas se había disipado y había dejado el aire a su alrededor agradablemente cálido, y más cómodo que sofocante. Caminaba por tercera vez en el día. Sin nada que hacer aparte de sentarse y preocuparse por los niños, prefería estar afuera, en movimiento, en lugar de sentarse en la sucia casa de transición.
Dobló la esquina de la cuadra con la que se había familiarizado durante los últimos días, sorprendida de no haber usado un camino hacia la acera por ahora. Había un pequeño parque al otro lado de la calle. Consideró detenerse para ver a los niños jugando, pero siguió andando, sabiendo que eso sólo desenterraría recuerdos que la harían llorar.
No podía creer que las cosas se hubieran terminado de la manera en que lo hicieron. Se sentía en conflicto estando lejos del recinto, vacía de una extraña manera. Era todo lo que conocía, pero había soñado con dejar el excesivamente estricto recinto durante los últimos años. Se había desilusionado con su estilo de vida después de que su madre falleció hace cuatro años. Pero había ciertas cosas, y personas, que extrañaría. Ya extrañaba el bullicio de la actividad, siempre teniendo a alguien con quien hablar. Pensó en Lucas, la única otra persona de su edad, y se preguntó dónde se encontraba.
Cuando el sol empezó a hundirse bajo en el cielo, se resignó a pasar otra noche en la casa. Había llegado a despreciarla por la única razón de que allí se sentía sola. Giró a la derecha en la esquina, sorprendida de no reconocer lo que la rodeaba. Había estado tan absorta en sus pensamientos, y demasiado confiada en su capacidad de dirigirse, que no prestó atención por donde deambulaba. Giró en círculo, buscando una señal, o un cartel indicador que pudiera reconocer, pero por desgracia, no ayudó mucho. Estaba perdida.
Respiró hondo y se obligó a mantener la calma. Pero la fachada duró unos dos segundos. No tenía a nadie a quien llamar y ni siquiera sabía la dirección de la casa. Estaba total y absolutamente sola. Después de crecer en un hogar con una docena de mujeres mimándola, la realidad fue cruel. Nunca había estado sola. Y ya fallaba en eso.
Paula se limpió las lágrimas que comenzaban a escapar de sus ojos. ¿Qué iba a hacer si no podía encontrar la casa de nuevo? La calle comenzaba con una L, ¿cierto? Supuso que podía ir a una tienda cercana y preguntar si conocían una casa de transición por la zona. Probablemente sonaría como una loca, pero ¿qué otras opciones tenía? Tomó una respiración profunda, recuperando la compostura y miró por la ventana de una tienda de abarrotes. El chico en el mostrador miró sus ojos, luego miró fijamente a sus tetas. No. No entraría ahí. Bajó los ojos y siguió caminando.
Con el ruido de sus zapatos contra la acera y el ritmo de los latidos de su corazón guiándola, Paula continuó. El ronroneo del motor de un coche se quedó detrás de ella. No adelantándola. Chispas. Este no era una gran parte de la ciudad para estar sola. ¿En qué había estado pensando? Así que apresuró el paso, pero el coche mantuvo el ritmo.
Un gran todoterreno negro se detuvo a su lado. La ventana tintada oscura bajó. Una oleada de pánico se apoderó de ella, y lágrimas llenaron sus ojos.
—¿Paula?

CAPITULO 3



Pedro no contaba con la mujer apareciendo en sus sueños. Desde hace varias noches, había jugado un papel estelar. Aunque cada sueño contenía un escenario diferente. Sólo en sus sueños había hablado con ella, haciéndola reír. Calmando sus preocupaciones, y aliviando esa pequeña línea que arrugaba en su frente. Entonces en el sueño él se inclinaría para inhalar el aroma de su cabello, y la llevaría a su camioneta, manteniéndola a salvo. Se despertaba todas las mañanas maldiciéndose a sí mismo. Él no se quedó con ella. Pero, maldita sea, si su subconsciente sabía, lo idiota poco cooperativo que era.
Ahora bien, en la oficina, sentado en su escritorio con la luz del sol que entraba por las persianas baratas, salpicando la pantalla de su ordenador con manchas de luz, Pedro se pasó una mano por la mandíbula sin afeitar. El caso que había consumido gran parte de su tiempo en el último mes había llegado a una conclusión poco satisfactoria. Jorge había sido encontrado muerto fuera de un edificio al lado del recinto, de una herida de bala auto infligida aparentemente. Desde la perspectiva de la Mesa, el caso estaba casi cerrado. Pero Pedro había pasado los últimos días investigando a través de las montañas de archivos que habían acumulado en el grupo, asegurándose de que todo se ha realizado correctamente. Se mantuvo buscando, al verse atrapado en los detalles que de alguna manera podrían relacionarse con Paula. Entonces se dio por vencido tratando de ser astuto, y leyó cada nota que había de ella. Tenía diecinueve años y se había unido al grupo con su madre cuando tenía sólo siete años de edad. Su madre, que se creía que ha sido uno de los amantes de Jorge, falleció cuando Paula tenía quince años. Paula había estado viviendo con el grupo en el complejo a las afueras de Dallas desde entonces. Esa maldita secta era todo lo que había conocido.
Pedro sabía que todos los niños, catorce de ellos menores de dieciocho años, habían ido a Servicios de Protección Infantil. No tenía ni idea a donde iban a parar los mayores de edad. Supuso una vez que los llevaron para ser interrogarlos y tomar sus declaraciones, muchos de ellos serían libre de irse.
Tragando café de un débil vaso de papel, le tomó un momento darse cuenta de que su jefe estaba de pie frente a su escritorio. —Te ves como la mierda, Alfonso.
Pedro no se molestó en explicar que no había estado durmiendo bien y prefirió no entrar en una conversación acerca de que exactamente era la misteriosa chica que había rescatado quien seguía nublando sus pensamientos, incluso en sueños, sabiendo que no era una buena excusa con Roberto.
Pedro se pasó una mano por la nuca. —Gracias —murmuró.
—Necesitas un descanso, Pedro. Has estado trabajando por semanas ochenta horas sin parar en los últimos meses. Ahora que el caso ha terminado, no te voy a asignar a otro hasta que te tomes un tiempo libre.
—¿De qué estás hablando, un permiso de ausencia? —Pedro había oído hablar de otros chicos jugando y forzados a una licencia, aunque sólo sea para tenerlos como ejemplo. Pero por lo que él sabía, no había cogido nada, por lo menos no últimamente, y estaba en la línea para una promoción en su próximo ciclo de revisión.
—No, como unas vacaciones. —La mirada severa de Roberto se reunió con la confusa de Pedro—. Has oído hablar de las vacaciones, ¿no?
Pedro casi se echó a reír, y lo habría hecho, si no hubiera estado molesto por dónde se dirigía esta conversación. Era exactamente la misma conversación que había tenido con su entrometida hermana mayor, Carolina, tan sólo unos días antes. Cuando había pasado el fin de semana y vio los círculos oscuros bajo sus ojos, ella lo desafió sobre cuando había sido última vez que se había tomado vacaciones. La verdad era que nunca había tomado deliberadamente tiempo fuera del trabajo. No sabría qué hacer con él. La única vez que había tomado algunos días personales fue el duelo normal cuando sus padres murieron hace seis años.
Roberto todavía lo estaba mirando con expectación.
—He hablado con RR.HH., y me dijeron que nunca te has tomado un solo día de vacaciones desde hace seis años.
No me digas. Y por una buena razón. Estaría aburrido como el infierno en dos horas.
—¿Y qué es exactamente lo que esperas que haga?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Haz lo que las personas hacen cuando tienen tiempo libre.
—Gracias, pero estoy realmente bien. Sólo dame otro caso, Roberto.
—Esto no es negociable.
Estaba reacio a asumir lo que decía Roberto, pero no era tan estúpido como para discutir con él cuando esa vena en la frente le palpitaba.
Pedro se quedó ahí, sabiendo que sería inútil insistir sobre el tema, y recogió los archivos de su escritorio. Trabajaría desde casa. Roberto esbozó una sonrisa de lado y tiró los archivos de sus manos.
—No llevarás trabajo a casa. Recibe un masaje, ve a las malditas Bahamas, no me importa lo que hagas, siempre y cuando te tomes un descanso. No volverás hasta el lunes. El próximo lunes —aclaró Mierda. ¿Una semana fuera del trabajo, sin nada que hacer? Se volvería loco.
A menos que...
No, él sabía que no debía ir a ver a Paula, pero una vez que la idea se había plantado firmemente en su mente, sabía que sería casi imposible detenerla.

sábado, 1 de marzo de 2014

CAPITULO 2




Ella lo miró con los ojos muy abiertos que contenían un destello de curiosidad. Aunque se mantuvo agachada, levantó la barbilla mientras se acercaba.
Consideró ayudarla a levantarse, pero instintivamente sabía que sus manos se mantendrían cerradas herméticamente en su regazo.
Tenía dos opciones: recogerla y sacarla, o ganarse su confianza. La confianza lleva tiempo. Se agachó y la levantó, asegurando un brazo detrás de las rodillas, y el otro alrededor de su cintura. Un jadeo asustado escapó de su garganta, pero tan pronto como Paula estuvo en sus brazos su cuerpo se relajó. Ella apoyó la cabeza en su hombro y dejó escapar un profundo suspiro, como si hubiera estado llevando una gran carga y de repente, ahora que se encontraba en sus brazos, fuera libre de ella. Enlazó sus dedos detrás de su cuello y hundió la cara en su pecho, como si fuera la cosa más natural del mundo. Momentáneamente aturdido por su cálido cuerpo envuelto alrededor de él, le tomó un tiempo poder poner sus pies en movimiento.
La llevó a través del edificio, captando miradas de sorpresa de los otros agentes por como la tenía abrazada con fuerza contra su pecho, pasando a través de las salas de vacías. Ella se dejó caer contra él, y esa medida de completa confianza le dio a Pedro una sensación retorcida en su interior, una sensación con la que nunca se había encontrado hasta ahora.—¿Te encontraste una novia allá, Alfonso? —dijo uno de los chicos, seguido por una ola de risas.
Normalmente, él regresaría bruscamente una réplica, pero no podía concentrarse mucho con la chica en sus brazos. Las olas fragantes de cabello oscuro derramando sobre sus hombros, las suaves curvas de su cuerpo moldeado a su duro pecho era más que un poco de distracción.
Cuando entraron en la sala, Paula finalmente habló—: Puedes bajarme ahora. —Su aliento era cálido contra su cuello y le envió un cosquilleo por la espalda.
Él la dejó en el suelo, de pronto se encontraba reacio a dejarla ir. Ella lo miró y parpadeó dos veces, abriendo su boca para atraer un suspiro tembloroso. Estaba sin palabras. Emociones que pensó durante mucho tiempo que estaban muertas se agitaron en su interior.
Ella se volvió y se dirigió hacia las pocas personas que aún quedan en el edificio, un pequeño grupo de niños se alinearon contra la pared, mirando desconcertados.
No fue una gran sorpresa que un grupo de agentes hombres no tuvieran ni idea de qué hacer con las víctimas más pequeñas. Al menos tenían suficiente sentido común para ponerlos fuera de la lluvia mientras esperaban a que las camionetas llegaran.
Paula se arrodilló delante de los niños y les habló en voz baja. Lo que ella dijo tuvo el poder para calmarlos. Varios de los niños más grandes se limpiaron las lágrimas y fijaron en sus rostros caras valientes. El más pequeño, un niño con rizos rubios, se arrastró a su regazo.
Al principio Pedro se había centrado únicamente en la misión de capturar a Jorge, pero ahora se preguntaba qué pasaría con las mujeres y los niños. Bueno, sobre todo con la chica, Paula.
Cuando llegaron las camionetas, la observó ayudar a los niños para protegerlos de la lluvia. Entonces ella los hizo desfilar hacia las camionetas que esperaban.
Un aguijón familiar de preocupación le atravesó el pecho. Este era el único hogar que conocían, y ahora era el centro de una investigación del FBI. Habían sido literalmente expulsados al frío. Alejó ese pensamiento. Maldita sea. Él no debe sentirse afectado. Este era el tipo de cosas que le habían aconsejado los agentes subalternos sobre no involucrarse emocionalmente en un caso. Pero ver a Paula de pie, su trasero y sus piernas bien formadas, provistas de un par de pantalones vaqueros, el cabello mojado colgando por su espalda, sabía que debía fingir que no se vio afectado. Maldición.
Como Pedro estaba en la puerta, el aire frío le arrebató el aliento al instante, lo que le obligó a tirar de los bordes de su estrecha chaqueta. No podía dejar de pensar en sus exuberantes curvas suaves y la forma en que se había sentido en sus brazos. Desearla era una poderosa necesidad, una respuesta instintiva, y una que no había experimentado en mucho tiempo. La diferencia era que nunca había actuado al respecto.
Demonios, él estaba dispuesto a apostar que nunca la volvería a ver. Y eso era lo mejor.