miércoles, 5 de marzo de 2014

CAPITULO 11


Captando su reflejo en el espejo, Pedro, en contraste, era todo masculino. Su quijada estaba cubierta con una obscura barba de pocos días, su cuerpo magro y esculpido con músculos, que él había trabajado arduamente para mantenerlo. Comparado con Paula, él era todo llanuras duras y bordes afilados, todos a excepción de su boca sensual. Más de una exnovia había halagado sus labios, y lo que podía hacer con ellos. Cuando estaba con una mujer, usaba cada arma de su arsenal de seducción —su boca, lengua, manos, incluso su fuerza— a menudo le gustaba la sensación de poder, la cruda masculinidad de recoger a una mujer y cargarla mientras la follaba. Había pasado varios meses desde que había tenido una amante y su cuerpo crecía con un inquietante deseo.
Una vez que Paula estuvo limpia, Pedro dio un paso atrás y encontró sus ojos. Ellos seguían nadando en lágrimas y su respiración era poco más que jadeos de aire. Él podría decir que la más mínima cosa la pondría al borde de nuevo. Mierda. Tanto para relajarse.
Paula era un desastre. Era de esperarse. Probablemente había pasado por el infierno en estos últimos días y el haber sido golpeada antes, la habían mandado al borde. Una chica como Paula, que había crecido tan abrigada con una extraña educación, no tenía defensas para protegerse del caos puro que este mundo repartía. Él sabía por los archivos del FBI que los niños y las mujeres eran raramente vistos fuera del recinto.
Pedro, por otro lado, estaba curtido, amargado, y ciertamente no demasiado ilusionado en creer en el felices-por-siempre. Había visto mucho trabajando para el FBI en estos seis años, y experimentado el dolor de primera mano cuando sus padres fueron golpeados y asesinados por un adicto a la metanfetamina ebrio y drogado en el momento del accidente. Sin embargo, él lo sentía por Paula, se compadecía por ella. No era de las que les va bien por su cuenta, eso era obvio.
Le levantó la barbilla y trazó un lento círculo sobre su quijada. —Te tengo. Todo va a estar bien.
Ella asintió pesadamente y sus ojos sombríos encontraron los suyos. —¿Qué pasa ahora?
Pedro pudo notar la aprehensión en su rostro. La realidad era que él no sabía qué pasaría después. Pero sabía que una cosa era segura; no la llevaría a su casa. Necesitaban dormir, y ya podrían pensar que hacer después. —Ahora dormir. Vamos. Te voy a mostrar todo.
Le ayudo a bajar del mostrador, y la guió por el apartamento, dándole un breve tour. La llevó a la sala y la animó a sentarse en el sofá.
Estaba a punto de darse la vuelta y dirigirse a la cocina a buscar un poco de agua y un analgésico. Pero silenciosamente tomó su mano y la sostuvo entre las suyas, sus ojos suplicándole que se quedara.
Se sentó a su lado y ella sin decir nada bajó la cabeza para descansarla sobre su muslo, encajándose en él. Pedro no podía respirar. No podía pensar. No se atrevió a moverse con su cabeza clavada en su muslo cubierto de mezclilla. Ella subió y doblo sus piernas en el sofá, curvándose en posición fetal, y cerró sus ojos. No supo qué hacer con sus manos, se conformó haciendo un puño a un lado y colocó la otra cuidadosamente sobre el hombro de Paula. La dejó dormir, renuente de rozarla desde el lugar que ella había escogido.

CAPITULO 10



Paula insistió en que podía caminar sola, pero Pedro aseguró un brazo alrededor de su cintura y la ayudó a entrar. Luego dejó las llaves en la mesa, todavía sosteniéndola.
Sabía que no debería llevarla ahí. Dios, Roberto y los chicos tendrían un maldito día de campo con esto. Aunque él muchas veces llevó el trabajo a casa, esto era muy diferente.
Ella podía quedarse en su cuarto de invitados esta noche, ya mañana podría llevarla a otra casa segura. Pero por el momento, . solo buscaba que se sintiera tranquila. Si se necesitaba colocar una cerradura más grande en la puerta de su habitación para hacerla sentir segura, así lo haría. Podría darle algo de gas pimienta también.
Pedro tomó una respiración profunda, tratando de calmar sus nervios. El pánico que tenía en su voz cuando lo llamó, lo tenía preguntándose qué había pasado exactamente una vez que él se fue, pero no quería presionarla. Tenía una buena idea por el coordinador que probablemente ella tenía pánico de estar sola. Si el modo de vida en el recinto era alguna evidencia, había crecido rodeada de gente en todo momento. Tenía casi decidido llevar a Paula a salvo en su cama y olvidarse del protocolo.
Ella movía sus ojos alrededor de su apartamento, parecía disfrutar de su entorno. —Ven. —La guió a través del corredor—. Vamos a limpiarte.
Pasó por el baño de invitados, sabiendo que no estaba equipado con lo que necesitaba. En su habitación, ella se detuvo brevemente, sus pies deteniéndose en el umbral, los ojos fijos en la enorme cama. —Está bien —Insistió—. Solo vamos al baño principal.
Sus ojos se movieron a la puerta abierta a través de la habitación y asintió, permitiéndole que la lleve. Los músculos de su cara se tensaron, pero sus pies comenzaron a moverse de nuevo.
Él prendió la luz y maldijo su falta de limpieza. Varias botellas y jarras llenas del mostrador —crema de afeitar, loción para después de afeitarse, desodorante, pasta dental— todo a su alcance ya que se preparaba para el trabajo en piloto automático. Limpió un lugar en el mostrador tirándolo todo dentro de un cajón y después colocó a Paula en el mostrador, delante de él.
El mojó un paño y cuidadosamente le limpió la cara, frotando los rastros de sangre seca.
Su pecho se alzaba y caía con cada respiración superficial y sus grandes ojos verdes observaban cada movimiento que él hacía. Eran inquisitivos y brillaban con determinación. Se sintió atraído hacia ella, queriendo descubrir todo lo que pudiera acerca de esta misteriosa, hermosa chica que creció en un culto, ella se froto sus manos sobre sus brazos en un esfuerzo por calmarse y recobrar un poco de control de la situación. Él pudo sentir la desesperación que sentía, su perspectiva parecía bastante deprimente. Se esforzó en encontrar palabras para tranquilizarla, para calmarla, pero se quedó corto y en su lugar siguió en silencio limpiando sus heridas lo mejor que pudo,
Una vez que estuvo limpia. Le aplico bálsamo con pequeños toques y un hisopo.
—¿Cómo es que sabes hacer esto? —preguntó.
Sus ojos se fijaron rápidamente en los de ella. Se encontraban tan cerca que él podía inclinarse y besarla. —¿Hmm? Ciertamente me han golpeado antes. No es gran cosa. Estarás como nueva en unos días. —Frunció el ceño.
—¿Golpeado? ¿Por qué tu trabajo es peligroso?
Él tapo el bálsamo y consideró su pregunta. —Sí, a veces, otras veces no, pero de hecho pensaba en mi adolescencia. Yo era un poco problemático. Mis papás me mandaron a una escuela militar en mis últimos dos años de escuela secundaria.
—Oh. —Los ojos de ella eran grandes e inquisitivos, como si quisiera preguntar más, pero en lugar de eso se miró las manos—. ¿Cuántos años tienes?
—Veintisiete —contestó. Muy viejo para ti.
Los ojos de él captaron su reflejo en el espejo y la expresión seria en su rostro lo distrajo, su frente lucía concentrada y su boca en una fina línea. Hizo su mejor esfuerzo por relajar sus hombros, sabiendo que necesitaba estar calmado si es que quería que Paula se relajara.
Unos latidos después, ella se relajó, su respiración se suavizó, y sus manos se desenroscan en su regazo. Sus rasgos eran enteramente femeninos. Desde su larga cabellera negra que se riza en las puntas, sus almendrados ojos rodeados de obscuras pestañas, hasta su delicada y suave piel. Paula era una belleza natural.

CAPITULO 9


No podía entender lo que le pedía. Por supuesto que Pedro quería llevarla lejos de este lugar, desde la primera vez que había puesto los ojos en esta casa destartalada. Sin embargo, el protocolo y cruzar los límites profesionales se agitaron en la parte posterior de la cabeza. Se resistió a la tentación de suavizar los mechones enredados de pelo de su cara, pero mantuvo los brazos alrededor de su cintura. El labio ensangrentado de Paula, la hinchazón de la cara, y el agotamiento que podía leer en su rostro le dijeron que este no era el momento para discutir.
—Está bien. Te sacaré.
Mañana resolverían todo.
Levantó a Paula de la silla y la abrazó como si estuviera completo. Y tan fuerte como antes, la necesidad de proteger se encendió dentro de él.
Sacándola a la noche, Pedro abrió la puerta de acompañante y la ayudó a subir. Se inclinó sobre ella para abrocharle el cinturón de seguridad. Cuando sus manos rozaron sus costillas, se sobresaltó, aspirando en un suspiro tembloroso. Tal vez debería revisar su cuerpo por heridas, había soportado probablemente algunos golpes más y moretones, pero su primera prioridad era sacarla de aquí.
Se quedó en silencio dentro del coche, ni siquiera preguntando adónde iban. Ciegamente confiaba en él. La sensación era embriagadora.
Mantuvo el volumen bajo de la radio, dejando a Paula en sus pensamientos, mirando por la ventana mientras conducía. Pedro echó un vistazo en su dirección, preguntándose en que podría estar pensando. El silencio incómodo hizo que su cerebro buscara algo de hablar como un grifo que gotea.
—¿Es tu primera vez en la ciudad? —le preguntó.
Paula mantuvo sus ojos en los edificios que pasaban.
—Nosotros no abandonábamos mucho el complejo.
Por supuesto. Pregunta estúpida. Lo intentó de nuevo.
—¿Te duele la cabeza? ¿Qué hay de tus costillas?
Se pasó los dedos por el pelo enmarañado, por el punto de la protuberancia.
—Creo que están bien.
Al menos había dejado de llorar. Nada lo hacía entrar más en pánico que una mujer llorando.
Cuando aparcó en su espacio de estacionamiento y apagó el motor, un profundo silencio cayó sobre ellos en el espacio confinado. Su ritmo cardíaco derrapo de repente consciente de ella. El aroma ligero y femenino que se aferraba a su piel, su pequeño cuerpo, y el abrumador deseo de protegerla, no podía negar el dolor posesivo que corrió a través de su sistema.
—¿Por qué te desmayaste, Paula?
Ella tragó con dificultad.
—Ese lugar me asustó. Había demasiada gente... demasiados hombres extraños…
Él asintió con la cabeza. No pasó desapercibido para él que era un hombre extraño para ella, sin embargo, aquí estaba sola con él también.
—Este es el lugar donde vivo —dijo finalmente.
Sus ojos se abrieron.
—¿Me trajiste a tu casa?
—¿Está bien?
Ella lo miró con una expresión cansada e insegura y se retorció en su asiento.
—Lo siento, yo no sabía dónde más llevarte. Entra, y si decides no quedarte, te llevaré a donde tú quieras ir.

Aparentemente satisfecha, salió del coche.

martes, 4 de marzo de 2014

CAPITULO 8


Pedro se detuvo en su aparcamiento subterráneo justo cuando la tormenta iluminó el cielo. La grieta de un rayo enojado atravesó la noche, seguido del ruido sordo de un trueno. Había estado lloviendo sin parar todo su viaje a casa, pero la tormenta parecía duplicar su fuerza en cuestión de segundos, láminas de agua cayendo desde el cielo.
Maniobraba en su espacio de estacionamiento cuando una llamada entró en su teléfono, había sido un fin de semana extrañamente silencioso, ni siquiera Carolina lo había llamado. Y a esta hora en la noche del domingo, no sabía quién podría ser. Pescando el teléfono de su consola, noto el código de área de Dallas, pero no reconoció el número.
No podía entenderla al principio, su voz estaba llena de tensión, y era apenas un susurro, pero pronto se dio cuenta que era Paula. Y ella le pedía que volviera. Puso el cambio y aceleró el motor antes de que sus palabras se terminaran de pronunciar.
Manteniendo la línea mientras conducía, quiso bombardearla con preguntas, para saber si había pasado algo, pero se resistió. A pesar de que todo lo que pasó por su mente, había encontrado la calma, diciendo que estaría allí, y piso más el acelerador para volver a ella. Después de finalizar la llamada, dio un puñetazo contra el tablero. Maldita sea, no debería haberla dejado en ese lugar. Pero ¿qué otra opción le quedaba?
Apretó el volante, esperando a que cambiara el semáforo. Tenía que sacarla de esa casa, probablemente alojarla en un hotel para pasar la noche. Eso sería lo correcto, pero sabía con absoluta certeza lo que realmente quería hacer. Quería llevarla a casa con él, donde podía tenerla bajo el mismo techo y asegurarse tranquilamente de que estuviera a salvo.
Cuando Pedro llegó, pulso el timbre de la puerta de entrada trasera. Fue recibido por un hombre mayor, el guardia de noche, seguramente.
—¿Dónde está Paula?
Irrumpió pasando al hombre, siguiendo el sonido de sollozos suaves hacia el fondo de la casa. Se introdujo a una oficina, donde se encontró con una mujer mayor sentada detrás de un escritorio, y Paula echa un ovillo en la silla frente a ella.
—Paula—dijo con voz áspera.
Ella levantó la vista y Pedro casi se tambaleó hacia atrás.
Cristo.
Parecía que alguien había usado su cara como un saco de boxeo. Su labio hinchado y cortado estaba salpicado con sangre y su ojo izquierdo ya se oscurecía con un moretón. Cuando ella lo miró a los ojos, dejó escapar un suave suspiro, aparentemente consolada por su presencia.
—Shh. Estoy aquí.
Él metió sus dedos debajo de su pelo por la parte posterior de su cuello. Entonces volvió su atención a la mujer detrás del mostrador.
—¿Qué demonios ha pasado aquí?
—Tome asiento, ¿señor....?
—Pedro Alfonso.
Se sentó en la silla junto a Paula. Ella se metió en su regazo, enterrando la cara en su cuello mientras sollozos sacudían su cuerpo. Sus brazos, aferrándose con fuerza, enrollados alrededor de Paula cambiándola a una posición más cómoda en su regazo. Una vez que Paula se acomodó, su entrenamiento se hizo presente y comenzó a disparar preguntas al coordinador del centro.
Explicó que habían perdido la luz brevemente por la tormenta, y cuando subieron a comprobar y asegurarse de todo el mundo estaba seguro, encontraron a Paula inconsciente en el piso del baño, donde aparentemente se había desmayado y se había golpeado la cabeza en el lavabo de porcelana mientras caía. Sus dedos se enroscan automáticamente en su cabello, suavizando el golpe que encontró en la parte posterior de su cabeza.
El coordinador parecía despreocupado, como si hubiera tratado estas situaciones muchas veces. Pero Pedro no lo había hecho, y tampoco Paula. Unos ojos vacíos miraban la pared frente a él. La calmó con su mano yendo de arriba y abajo en su espalda, sin saber muy bien qué hacer para consolarla.
La mujer detrás del mostrador miró por encima de sus gafas, la boca torcida en una mueca de desaprobación. Pedro podría decirle a la mujer que en estos momentos se preguntaba exactamente qué tipo de relación compartía con Paula.
Su tono de voz y las preguntas eran profesionales, pero actualmente el cuerpo de Paula envuelto a su alrededor decía que era algo totalmente distinto. Él optó por no identificarse a sí mismo como un agente, y dejó que la mujer pensara lo que quisiera.
Una vez situada en su regazo, la respiración de Paula volvió a la normalidad, y el golpe constante de los latidos de su corazón contra su pecho le dijo que se estaba recuperando. Ella se encontraba bien. Gracias maldito Dios. No entendía por qué su presencia la calmó —no era como si tuviera mucho que ofrecer— pero él no estaba dispuesto a cuestionarla. No cuando ella se hallaba tan frágil.
La mujer levantó una mano.
—Escucha, sé que esto no es el Ritz , pero si quiere quedarse aquí, puede. Si quiere irse, está bien. Todo depende de ella.
Paula levantó la cabeza de su pecho y se encontró con los ojos de Pedro.
—¿Puedes sacarme de aquí?

CAPITULO 7


Una vez fuera, Pedro respiró hondo y pasó las manos por su cara. La fría explosión de aire otoñal llenó sus pulmones, pero no hizo nada para volverlo a sus cabales. Trepó dentro de su camioneta y se aferró al volante hasta que sus nudillos eran blancos, tratando de obligarse a arrancar el motor y conducir lejos de ella.

La cerradura en su puerta hizo poco para calmar sus nervios. Las profundas y roncas voces de sus vecinos masculinos enviaban escalofríos por su espina dorsal. Se acurrucó más en la delgada y áspera manta.
Los sonidos poco familiares y los olores de la casa la dejaron al borde y temblando. El breve interludio con Pedro había ayudado, pero ahora que regresó a la sombría realidad de la pequeña habitación de nuevo, un inminente ataque de pánico palpitaba en su pecho.
Crecer como lo había hecho, escuchando las locas diatribas de Jorge acerca de que el sexo es sucio y enfermo, y que los hombres del mundo están impulsados sólo por su lujuria, la hizo híper-consciente de los sonidos en las habitaciones próximas. Sus voces altas, crudas miradas, y sucias manos. Jorge constantemente le inculcó que los hombres sólo la querrían para una cosa.
La compresión golpeó. Estaba sola. Total y completamente sola. El pánico se deslizó en los bordes de su cerebro, pero lo combatió, manteniendo la oscuridad a raya. A duras penas. Pensó Paula. Si pudo continuar después de perder a su madre, también podría sobrevivir a esto. No tenía otra elección.
Sus músculos temblaban por el esfuerzo de permanecer inmóvil contra el duro catre. Se hizo un ovillo, abrazándose las rodillas, esperando que eso la calmara. Un fuerte golpe contra la pared la hizo saltar. Paula se sentó en la cama mientras el dolor en su pecho se construía. Respiró un lento y tembloroso aliento y dijo una oración en silencio. Trató de no colapsar otra vez, pero antes de que se diera cuenta, ardientes lágrimas corrían libremente por sus mejillas y deseaba que Pedro no se hubiera ido. Las únicas veces que se había sentido segura durante la última semana de este calvario fue cuando se encontraba cerca.
Agarró su tarjeta de la repisa de la ventana y la apretó, aplastándola a su corazón. Deseó ser más fuerte, no romper a llorar tan fácilmente. Pero tras otro fuerte golpe contra la pared, dejó escapar un gimoteo bajo las mantas. Echó un vistazo a la perilla de la puerta, el cerrojo aún vertical, necesitaba reasegurarse de que la puerta seguía cerrada.
No quería dejar la seguridad de su dormitorio —y desearía no tener que hacerlo— si no hubiera sido por su insistente vejiga urgiéndola. Había dos baños en el segundo piso, uno era para las mujeres y otro para los hombres. Había llegado a saber en los últimos días, que los inquilinos utilizaban el que estuviera más cerca, y desde que tuvo la mala fortuna de estar rodeada en ambos lados por inquilinos masculinos, sabía que el denominado baño de mujeres estaba sucio y apestaba a orina. El otro baño, probablemente, no se encontraba mejor.
Agarrando todavía la tarjeta de Pedro, Paula entreabrió la puerta y miró a ambos lados antes de andar de puntillas hacia el cuarto de baño.
Se aseguró de que el asiento del inodoro se hallara limpio antes de orinar. Mientras se lavaba las manos, se sobresaltó ante la pálida chica con aspecto fantasmal que la observaba desde el espejo antes de darse cuenta de que era su propio reflejo.
La bombilla sobre ella parpadeó y luego murió. La oscuridad hizo dar vueltas a su cabeza. Respiró hondo y contuvo el aliento mientras sus manos tantearon ciegamente por delante, buscando la puerta. Odiaba la oscuridad. Siempre lo había hecho. Sus manos seguían agitándose en frente, se rogó a sí misma no entrar en pánico.
Paula se tambaleó sobre sus pies, parpadeando frenéticamente contra la oscuridad. Antes de que supiera lo que ocurría, chocó contra la pared, y sintió un agudo estallido de dolor en la parte posterior de su cráneo mientras se desplomaba en el suelo.

lunes, 3 de marzo de 2014

CAPITULO 6



Sobre las humeantes tazas de café en una cafetería cercana, Pedro intentó una pequeña charla, pero principalmente se sentaron en un cómodo silencio. Paula parecía distraída y sombría. Se preguntó si contaba los minutos hasta que tuviera que regresar a esa casa, y temiéndolo tanto como él lo hacía. —¿Tienes alguna familia con la que puedas quedarte? —preguntó finalmente.
Una profunda mirada abrasadora comunicó su necesidad. Las peores suposiciones de Pedro se habían demostrado correctas… estaba completamente sola. Tragó saliva y negó con la cabeza. —Mi madre murió cuando yo tenía quince años, y nunca conocí a mi padre. Supongo que podría encontrar a alguna de las mujeres del grupo de Jorge, pero no sé...
—¿Tienes hambre? ¿Has comido? Podríamos pedir algo. —Pedro no podía dejar de acribillarla con preguntas.
Mantuvo la mirada abatida y sacudió la cabeza. —Estoy bien. —Paula se sentó en silencio en su asiento, sus delgados dedos enrollados con fuerza alrededor de la taza de café.
Pedro deseaba que hubiese algo más que pudiera hacer por Paula. No estaba seguro de qué decir, cómo ayudar, así que se sentó silenciosamente frente a ella sorbiendo su café.
Para el momento en que llegaron a la casa de nuevo, la oscuridad había cubierto el cielo. Pedro se estacionó, apagando el motor. —Te acompaño.
La casa en sí era grande, pero mal cuidada. El mobiliario era viejo y desigual, la alfombra beige manchada y raída. Pedro no vio mucho del primer piso, además de una sucia sala de estar, antes de que lo llevara arriba. Había varias puertas cerradas a lo largo del pasillo. Paula se detuvo en la segunda puerta a la derecha. Buscó la llave entre sus dedos, haciéndola sonar contra la puerta de madera. Después de tres intentos fallidos para abrirla, Pedro las sacó de su temblorosa mano, y hábilmente abrió la puerta.
Lo primero que notó fue el olor —la habitación olía a calcetines de gimnasia mojados. Paula encendió la luz y dio varios pasos en la habitación. Un estrecho catre en el suelo y una silla en la esquina con extraviados artículos de vestir eran los únicos muebles.
Mierda. No podía dejarla aquí, ¿verdad?
Paula dio un paso más cerca, envolviendo los brazos alrededor de la cintura y metiendo la cabeza bajo su barbilla. —Gracias —susurró.
Su entusiasmo por el contacto físico lo sorprendió, pero sólo dudó un momento antes de envolver sus brazos a su alrededor. Pedro palmeó su espalda, odiando que sus intentos por tranquilizarla fueran torpes e incómodos. Nunca había sido bueno en esta clase de cosas: las emociones, la mierda sentimental. Tal vez su presencia sería suficiente para calmarla. Y aunque no sabía cómo demostrarlo, se sentía protector. No iba a permitir que nadie le hiciera daño. Si alguien siquiera la miraba de manera incorrecta, Pedro patearía su trasero. La sostuvo durante varios minutos hasta que los latidos de su corazón se redujeron a la normalidad, y se salió de sus brazos.
Sus ojos destellaron entre sí a los sonidos de una discusión en la habitación de al lado. Voces enojadas llegaban a través de las delgadas paredes. Otra discusión. Pedro y Paula se miraron.
—¿Segura de que estarás bien?
Asintió, con expresión solemne.
—Aquí está mi tarjeta. —Sacó la tarjeta de su billetera y la puso en su temblorosa mano—. Llámame si necesitas algo.
Paula se quedó callada, mirando a la tarjeta, pasando su pulgar por las letras en relieve.
—Cierre la puerta cuando salga, ¿de acuerdo?
Asintió con fuerza, succionando su labio inferior en su boca, como si hubiera algo más que quería decir, pero se detuvo.
Pedro salió de mala gana. Sabía que se hacía tarde, y por mucho que le dolía dejarla, no podía posponerlo más. Estaba seguro de que cruzaba una especie de línea profesional, incluso estando aquí. Esperó fuera de la puerta hasta que escuchó el pestillo deslizándose en su lugar, el sonido no tan tranquilizador como hubiera deseado.

CAPITULO 5



La áspera voz masculina sabía su nombre. Se tropezó al detenerse y se atrevió a dar un vistazo en su dirección. Se encontró con la preocupada mirada del agente del FBI que la había rescatado después de que el recinto fue allanado. Era alto, de hombros anchos y con el pelo oscuro, un rastrojo espolvoreaba su mandíbula y sus oscuros ojos estaban fijos en ella. Se aventuró un paso más cerca de la camioneta. No sabía su nombre, o lo que pretendía, pero algo en su oscura mirada se apoderó de lo más profundo de ella, y supo instintivamente que podía confiar en él. Al menos esperaba que pudiera. No le había hecho daño esa noche. Su contacto había sido fuerte, pero amable. Convocando su coraje, se volvió para enfrentarlo.

Pedro no podía creer su suerte, había divisado, literalmente, a Paula de camino a la casa de seguridad.
Tenía el rostro surcado de lágrimas y sus ojos salvajes. Mierda, parecía asustada. ¿Alguien le había hecho algo? La idea lo enloqueció.
—¿Paula? —repitió
Sin esperar a que respondiera, Pedro cambió la marcha para aparcar y bajó de un salto, cruzando la parte delantera de la camioneta se detuvo frente a ella.
Le levantó la barbilla, inspeccionando su cara y cuello por marcas, y la agarró por los brazos girándola en un círculo, mirándola por completo. Parecía ilesa, así que no entendía por qué lloraba. —¿Qué pasó?
Tragó saliva y bajó la mirada hacia la acera entre sus pies.
—Hola. —Le rozó la mano con la suya—. Me recuerdas, ¿verdad?
Lo miró a los ojos y le dio un vacilante asentimiento. —¿Cómo te llamas? —Preguntó, con un tirón nervioso en su voz.
—Pedro Alfonso —Le ofreció la mano, y ella deslizó sus delicados dedos en su palma.
—Pedro —repitió en apenas un susurro.
—Puedes llamarme Pedro.  O Peter o Pepe. Ya sabes, lo que sea...
Sonrió, más con los ojos que con la boca. Su balbuceo al parecer había anotado algunos puntos.
—Ahora dime lo que está mal —presioné. No pretendía que saliera como una orden, pero necesitaba saber qué le había pasado, dejando los modales de un lado.
—Fui a dar un paseo y me perdí —dijo simplemente.
Pedro casi se hundió de alivio. Gracias. Eso podía arreglarlo. Dios, si algo le hubiera sucedido, no creía que pudiera haberlo manejado. No con la preocupación que había estado revolviéndole las entrañas los últimos días. —Vamos, puedo llevarte de vuelta. —Se dio vuelta hacia el lado del conductor de nuevo, pero Paula se quedó clavada en la acera. Regresó al lugar donde estaba y le habló en voz baja—. Puedes confiar en mí, ¿está bien?
Sus ojos destellaron hacia los suyos. Había olvidado lo verdes que eran. Entrecerró los ojos y parpadeó varias veces, como si estuviera decidiendo. Fue lindo. Sin decir una palabra, Paula abrió la puerta del pasajero y se metió adentro.
La piel de Pedro hormigueaba, híper-consciente de lo cerca que se encontraba. Llevaba un holgado par de pantalones vaqueros, rotos en una rodilla y una camiseta térmica de manga larga, pero el mal ajustado atuendo no hacía nada para atenuar el deseo que sentía. Agarró más fuerte el volante, sus manos picando por doblar su cuerpo contra el suyo. Mierda, su libido estaba fuera de control cuando se trataba de esta chica Tal vez realmente necesitaba unas vacaciones. En algún lugar con arena y un montón de mujeres en bikini. En algún lugar bien lejos de Paula.
Ninguno habló durante el corto viaje de regreso a la casa de transición. Pedro se detuvo frente a la casa color gris claro de dos pisos con la pintura desprendiéndose. Tanto su atención como la de Paula fueron capturadas por un grupo de chicos sentados en el amplio porche frontal, discutiendo ruidosamente.
Paula jugueteó nerviosamente con la manija de la puerta, pero no hizo ningún movimiento para salir del coche.
—Escucha, no tengo que traerte de vuelta enseguida... podríamos tomar una taza de café.
El alivio bañó su rostro. —Sí.
No había manera de que fuera a mandarla de vuelta dentro de esa casa por el momento.